José María Jiménez Ruiz
II.- Un día pasaba por aquellos pagos un naturalista que iniciaba un trabajo de investigación sobre la fauna de la zona. Su sorpresa fue mayúscula cuando descubrió un ejemplar de águila real en perfecta convivencia con un nutrido grupo de pacíficas gallinas. No se lo podía creer. Cuanto más trataba de analizar aquella sorprendente situación con más fuerza deploraba el triste destino al que parecía haberse habituado quien era, ni más ni menos, la reina indiscutible de todas las aves. Algo tenía que hacer para corregir una circunstancia que se le antojaba tan lamentable.
Obtenidos los permisos pertinentes, se propuso adiestrarla para ayudarle a descubrir su verdadera naturaleza. Un día tras otro se la llevaba a las afueras del pueblo, hasta la cima de un cerro cercano en la que parecían entrecruzarse los vientos de los cuatro puntos cardinales. En aquel apartado lugar, señalándole el cielo, le gritaba: “Eres un águila, tienes corazón de águila, alas de águila, ojos de águila, ¡vuela!”... Solía regresar al atardecer, fatigado pero sin que en ningún momento se apagara de su mirada la chispa inconfundible de la esperanza.
Así, hasta que una mañana luminosa, tomó el águila y, llegado que hubo a lo más alto de la colina, le repitió con fuerza y renovada convicción: “Mira, tú eres un águila real, tienes alas de águila, ojos de águila y corazón de águila, ¡vuela!” Y aquella ave imponente y majestuosa se desprendió de sus brazos y emprendió el vuelo. Inicialmente sus movimientos parecían torpes, vacilantes, pero luchó contra sus inseguridades, disipó sus dudas y fue elevándose poco a poco. Antes de perderse libre y dominadora en el horizonte infinito del cielo, aún tuvo tiempo de ejecutar un vuelo rasante y observar, a modo de despedida, el corral donde sus compañeras iniciaban sus habituales tareas de escarbar estiércoles, cacarear, rebuscar lombrices o agitar torpemente unas alas que apenas si les servían para alzarse medio metro del suelo... Conoció entonces por primera vez el sabor de la libertad, se reencontró entusiasmada y agradecida con su auténtico ser y ascendió, sin añoranza alguna de lo que dejaba, hacia el infinito.
El hombre es realmente un ser contradictorio, no siempre fácil de comprender. Dotado de una vocación sublime y llamado a abrazar las más nobles utopías, se entrega, no obstante, con alguna frecuencia, a modelos de vida absolutamente chatos y carentes de alicientes. Razón tenía ya en el Siglo VI antes de Cristo el filósofo Heráclito cuando afirmaba que se había zambullido en el corazón humano y cuanto más profundizaba menos lo entendía... Águilas somos, cercados por poderosas tentaciones de vivir como gallinas. Esa es, quizá, la más dramática opción a que se enfrenta la libertad humana.
Para ascender, para crecer y volar hay que superar miedos, abandonar rutinas, renunciar a comodidades, desechar viejos aprendizajes..., hay que vencer inercias y prestar oído a la llamada de la propia vocación que nos insta a desprendernos de ataduras y dar la espalda a la mediocridad. El reto más noble al que se enfrenta el ser humano no es medirse a peligros en los que sea posible consumir altas dosis de adrenalina, es vivir de acuerdo con lo que para él es más auténticamente valioso, en consonancia con lo que es su más genuina vocación. Una vocación más próxima a la del águila que experimenta la atracción de la altura y de lo sublime que a la de la gallina que envejece entre basuras y que no conoce otro mundo que el constreñido entre las destartaladas paredes de un humilde corral.
En los amaneceres de la cultura occidental el trágico Sófocles mostraba su admiración por la inmensa maravilla de todo ser humano, capaz de lo mejor y de lo peor. La educación debía servir, según él, para hacer del hombre alguien que tendiera hacia los más altos ideales y sirviera a valores superiores. La referencia a principios constituía la piedra angular sobre la que debía articularse una verdadera educación. Esos ideales transcendían el mundo de las apariencias, el mundo de la materia para apuntar hacia un ámbito superior, el ámbito de lo divino. Sin dejar de formar parte del mundo sensible, el hombre siente la llamada del Infinito, de un mundo cuya orilla se sitúa, más allá de toda apariencia, en un horizonte hacia el que es preciso aspirar y por el que vale la pena vivir. Ésta es la auténtica aventura a que todos estamos invitados a participar. Se trata de romper las ataduras interiores que nos imponen nuestros miedos, nuestras cobardías, nuestras comodidades o nuestra sumisa aquiescencia a mensajes adoctrinadores.
¿Por qué no escuchar los susurros de los vientos que nos invitan a ser nosotros mismos, a descubrir nuestro yo más auténtico oculto tras las caretas de tanto “deberías” y tanto convencionalismo? ¿Por qué no abrazar la firme convicción de que nuestra existencia de seres humanos está orientada hacia la altura y sólo adquiere su verdadera dimensión cuando nos adherimos a valores superiores y aspiramos hacia la plenitud? He aquí unos compromisos diferentes que reclaman nuestra atención, he aquí una aventura distinta a la que vale la pena apuntarse, he aquí, en fin, un proyecto novedoso con el que puede resultar interesante identificarse.
El autor es Catedrático de Filosofía, terapeuta familiar y vicepresidente internacional del Teléfono de la Esperanza.
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