Detalle de la experiencia. Es una experiencia de Teléfono de la Esperanza de Sevilla
-“Trini, llama al Teléfono de la Esperanza, cuéntales lo que te pasa” “Trini, llama otra vez, ellos te pueden ayudar”
Al cabo de los días, mi vecina dejó de llorar y entraba y salía con una sonrisa. ¿Qué le habían dicho? ¿Cómo sería esa voz mágica capaz de provocar tal cambio en una joven viuda? A mis 10 añitos esto me llevó a convertirme en una pesada "llamada silenciosa y cuelga". Esa voz amorosa y mágica me cogía el teléfono una y otra vez… ¿Quién sería? ¿Cómo sería? ¿Por qué lo haría?
Recién licenciada quise ser yo esa voz y así lo pedí a la persona que me atendió otra vez más por teléfono. -“Venga a hacer una entrevista con la directora”
Tan jovencita, recién salida de una enfermedad, tiré las muletas para pisar esta casa. La directora se informó de cuatro detalles de mi vida y, amorosamente, me preguntó qué quería hacer. Agradecida y humilde le contesté: -“Quiero ayudar, aunque sólo sea atendiendo el teléfono” ¡Pero so ignorante! ¡Si es lo más difícil y principal! me digo ahora.
Ya era parte del equipo, con una tutora de la que aprendí lo básico de una antigua centralita. A los pocos días… Riing, riiing… -“Cógelo tú" - “Pero ¿yooo?". Y con voz temblorosa la atendí. Habían puesto toda la confianza en mí y ¡Lo hice! ¡Di una cita con un profesional! Toda una proeza ¡Cómo comprendo los miedos y ansiedades del principiante!
Se inició así una etapa de aprendizaje positivo en mi vida:
Aprendí que una sonrisa, un toque en el brazo y un beso sentido es el mejor acto de bienvenida para una persona que aprecias.
Aprendí que expresar los sentimientos y sus razones es bueno para el alma y que todas las almas somos iguales.
Aprendí lo que es la verdadera compañía, y que la verdadera ayuda no es dar soluciones, sino hacer que el otro las encuentre.
Aprendí a hacer una innovadora “terapia de grupo” en la Champanería, donde los compañeros te daban una paliza psicológica para que espabilaras en tus asuntos compartidos.
Aprendí a sostener un llanto y darnos felices tartazos de Selva Negra en los cumpleaños celebrados en la sede. Incluso a meter a la directora en el maletero de mi coche y comernos sus deliciosas migas con chocolate.
Aprendí mucho de “mamá Rosa” y “papá Jesús”, unos “tutores” singulares para una juventud emprendedora que provocaba dolor de cabeza: ¡Queremos una cafetera! ¡Queremos una tele! ¡Un microondas! Y como niños mimados, siempre conseguíamos los caprichos. Pero también nos educaron en el compromiso y no faltaba turno por cubrir, noche de Navidad que compartir con el que se encontraba solo o evento donde el equipo era partícipe masivo y activo.
Aprendí lo que acerté en llamar “familia psicológica”, la plenamente elegida por mí, la que me aceptó incondicionalmente y que creyó en mis posibilidades, que me ayudó a crecer como persona.
El Teléfono de la Esperanza fue testigo de mi boda, de mis partos, de mis duelos, de todo lo principal e insignificante de mi vida. Aceptó que estuviera activa y que estuviera pasiva, haciendo turnos o criando niños.
Aprendí a no sentirme en deuda por haber recibido ayuda y a no esperar nada por haber ayudado.
Aprendí que mi ayuda era importante y bien recibida, mas no imprescindible en esta casa.
A dar, pedir y recibir en plena libertad y respeto hacia todos.
Aprendí y sigo aprendiendo de las personas que solicitan que les escuchemos y nos dicen “gracias” u otras cosas...
Entré hace ya 22 años como una voluntaria novata, un bebé de agente funcional, que tuvo la suerte de crecer y madurar en la filosofía, los valores y el amor de esta casa. Ya estoy crecidita, a lo alto y a lo ancho, por fuera y por dentro… aunque no del todo. Ahora soy yo una de las mamás de esta familia, mamá de aquellos que entran nuevos y tengo la oportunidad de guiar en el fascinante aprendizaje de la relación de ayuda.
Querida Familia:
Aquello que ves bueno en mí es sólo un minúsculo reflejo de lo que generosamente he recibido de ti, de este hogar.
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