sábado, 17 de octubre de 2009

Empezó a sentir. A vivir.

Aquel hombre era sin duda un docto. Una verdadera inteligencia, muy valorada en la ciudad, cimentada en el sacrificio de su pasado de jesuita, en el orden aprendido de su padre y en el estudio sistemático. Se levantaba con los primeros rayos de luz y su lámpara era la última que se apagaba en aquel barrio universitario donde vivía. Le gustaba comer deprisa y con un libro junto al plato. No había tenido tiempo para buscarse una compañera y cuando una vez alguien se acercó a su vida, la perdió como se pierden las flores cuando no se riegan y abonan; tampoco la echaba de menos. Una elucubración elevada, un pensamiento racional y una idea segura , eran sus deseos más sublimes.

A la salida de la biblioteca de aquel 24 de enero lluvioso y frío se encontró con un niño llorando, sentado junto a la acera, como si le estuviera esperando desde hace décadas.

- Señor, me puede ayudar. ¡Me he perdido!.

- ¿Dónde vives?

- Al final del barrio de las paredes encaladas.

- Llamaré a un municipal.

- Señor, por favor, ¿no me puede llevar usted?.

El hombre docto se quedó sorprendido y asustado. ¡Qué extraño le resultaba todo!. Lo entregaría al primer guardia que viera.

El niño, algo sucio y limpiándose los mocos con la manga del jersey, sin darle tiempo a reaccionar, le agarró la mano. El hombre, entonces, sintió como un escalofrío por su columna, un sentimiento extraño, movedizo, una especie de destello de inquietud agradable, ante el calor insospechado de la mano del niño. El, tan acostumbrado a leer todo y de todo, se encontraba de repente sorprendido ante una sensación que su cabeza no era capaz de registrar, pero sí su corazón, que le habló por primera vez al oído de algo agradable y cálido. El, que había removido cientos de hojas, libros, enciclopedias, nunca había escuchado a sus tripas hablar y ahora no le hablaban, más bien rugían sensaciones hermosas.

Estuvieron dando vueltas la noche entera en busca del barrio de las paredes encaladas que no acababa de aparecer. No hablaban ni razonaban ni había palabras en su caminar, pero sí arroyos de afecto y ternura.

Es posible que esta historia parezca un sueño grato, pero un sueño al fin y al cabo, pero no, porque allí empezó una segunda historia para aquel hombre, llamado hasta aquel momento por sus vecinos docto y después loco romántico, pasado de moda. Aquel niño le enseñó lo que nunca encontró en sus libros ni en su ordenada cabeza alemana. Descubrió los secretos de la vida visitando las tabernas y las cocinas de los nuevos amigos, las historias que hay detrás de los bancos inmóviles de los parques y los ojos de la gente implorando en la penumbra de una iglesia. ¡Hasta empezó a acudir a las reuniones de la comunidad de vecinos y a ocuparse de mantener vivo el bonsái que la última promoción de alumnos le habían regalado!.

La gente le empezó a ver como un hombre más, más bien vulgar, como si su inteligencia le hubiera abandonado. Pero él estaba más contento escuchando el despertar su corazón latir y sentir alegría y rabia y tristeza y amor. Se le olvidaron muchas cosas aprendidas y en la universidad decidieron posponer el título de profesor emérito.

- Tiene alzheimer, dijeron los que hasta aquel momento eran los suyos.

- Yo creo que se ha pasao de tanto estudiar, dijeron otros.

Pero a él, por primera vez, no le importaron las críticas. Respiraba hondo con el aire de las montañas , mientras conversaba con el pastor de aquel pueblo que empezó a ser el suyo.

El decía que no estaba loco. Simplemente había empezado a sentir y eso para él era como empezar a vivir. Y cambió los ensayos largos y pesados por la poesía que le hablaba del alma y de sus emociones.

Tomado del libro “Desde el corazón y la esperanza”, Editorial STJ, de Barcelona. Valentín Turrado

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