sábado, 10 de octubre de 2009

El buscador de tesoros ocultos

Después de mucho esfuerzo y de muchos años buscando el sendero, encontré la angosta vereda que conduce a lo alto de la montaña, ese lugar lejano, pero claro y luminoso, donde el agua llena de música pacífica los arroyos y los colores aún no tienen celofán. Me dirigí a la nube como quien se dirige a lo más sagrado que conoce y le hablé:

- Dame, oh nube, la consciencia.

Y bajé al valle y empecé a ver las cosas como son. A la envidia le llamé envidia y al rencor, rencor. A la tristeza la miré a la cara y vi cómo los ojos desbordaban cataratas de lágrimas. Al miedo le sentí agarrotarme, a la rabia llenarme los dientes de dolor y al egoísmo hacerme duro, frío y cruel como un animal que solo piensa en él. También vi el brillo de mi mirada en el espejo, los gestos bonitos y mis cientos de tesoros internos. Y todo lo que encontré de bueno y de malo en mí, lo percibí multiplicado en los demás.”Aquí, ahora y así”, fue mi máxima en este tiempo.

Después de mucho vivir había logrado sentir, reconocerme en las múltiples tonalidades de mi corazón y no avergonzarme de ello. Pero algo me empujaba a volver a la montaña, a subir la escarpada cuesta que solo algunos deciden subir y encontrarme con lo alto, como quien se encuentra con un enamorado. Fue al atardecer, mientras el águila hacía círculos celestes, cuando le hablé al viento, que todo lo penetra y lo invade:

El buscador de tesoros ocultos

Después de mucho esfuerzo y de muchos años buscando el sendero, encontré la angosta vereda que conduce a lo alto de la montaña, ese lugar lejano, pero claro y luminoso, donde el agua llena de música pacífica los arroyos y los colores aún no tienen celofán. Me dirigí a la nube como quien se dirige a lo más sagrado que conoce y le hablé:

- Dame, oh nube, la consciencia.

Y bajé al valle y empecé a ver las cosas como son. A la envidia le llamé envidia y al rencor, rencor. A la tristeza la miré a la cara y vi cómo los ojos desbordaban cataratas de lágrimas. Al miedo le sentí agarrotarme, a la rabia llenarme los dientes de dolor y al egoísmo hacerme duro, frío y cruel como un animal que solo piensa en él. También vi el brillo de mi mirada en el espejo, los gestos bonitos y mis cientos de tesoros internos. Y todo lo que encontré de bueno y de malo en mí, lo percibí multiplicado en los demás.”Aquí, ahora y así”, fue mi máxima en este tiempo.

Después de mucho vivir había logrado sentir, reconocerme en las múltiples tonalidades de mi corazón y no avergonzarme de ello. Pero algo me empujaba a volver a la montaña, a subir la escarpada cuesta que solo algunos deciden subir y encontrarme con lo alto, como quien se encuentra con un enamorado. Fue al atardecer, mientras el águila hacía círculos celestes, cuando le hablé al viento, que todo lo penetra y lo invade:

- Dame, oh viento, inteligencia y sabiduría.

Y bajé al poblado y vi lo que nunca había visto. Las intenciones retorcidas, los argumentos falaces, las palmadas hipócritas, los abusos con buena cara, las palabras amables envueltas en veneno, las maledicencias y las calumnias a borbotones, los opresores brindando con champán, los oprimidos dando gracias a sus tiranos. Vi todo lo que se puede ver y me caí de bruces, como un vivo que no quiere vivir y el cuerpo entero se me llenó de pena y de asombro. ¡No será mejor vivir ciego!, me dije en las largas noches de insomnio. Me costó años digerir tanta luz y tanta claridad y más años aún ver mi alcoba, mi garganta, mis tripas revueltas y envueltas en bilis y las múltiples telarañas de mi bodega. Me costó tanto reconocerme que me daba contra las paredes creyendo que era una aparición.”Mira lo que está detrás de tus ojos”, fue mi segunda letanía.

Cuando el otoño entró por el horizonte, cogí mi fardo, una cantimplora y frutos secos para el camino. La subida se me hizo larga, casi imposible, apoyado en mi bastón de negrillo. ¡Cómo notaba que los años me iban dejando sin la fuerza de antaño!, pero seguí, como sigue un loco su locura y llegué, al fin, jadeante, buscando una piedra amiga donde sentarme y ver y contemplar y callarme. Os juro que no hablé yo, que alguien lo hizo por mí, será cosa de la edad y será el eco de otro buscador perdido en las cimas como yo, pero el espacio entero se inundó de una palabra bendita.

- Dame, oh Dios, entrañas de bondad y de ternura.

Cuando me recibieron en el pueblo mis paisanos, los vi diferentes, como si sus ojos no fueran sus ojos y sus manos fueran más calientes y acogedoras. Aquel día me comprendí y comprendí al mundo entero. Miré a la cara a los torpes y a los falsos, a los que dan vida y a los que llevan la desgracia tras de sí y me sentí un ser humano, lo que siempre había sido y nunca había encontrado. Y percibí que los demás también eran seres humanos como yo, capaces de lo mejor y lo peor.

La tentación es pretender ser un ángel, que todo lo tiene de color azul o un diablo, negro como una peasadilla. Pero no. El ser humano es otra cosa. Y yo me sentí reconciliado con mi especie. “Quiere, disculpa y espera”, fue mi último mantra.

Tomado del libro “Desde el corazón y la esperanza”, Editorial STJ, de Barcelona

Valentín Turrado

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