sábado, 24 de octubre de 2009

El cálido castillo abandonado

Al bajar el hatillo de su tristeza, el legionario, aquel hombre directo y rudo del pueblo, le dijo:

- Te puedes quedar aquí.

El hombre recio no habló más, pero habló lo suficiente para el peregrino de pan y calor.

En aquella tierra hospitalaria, que arrastraba sangre mozárabe de siglos y adoraba a la Diosa Maya, se quedó largo tiempo. Fue un tiempo próspero y halagador. Lleno de proyectos, de ideas nuevas, amistades y alegrías. No faltó tampoco algún que otro resquemor, ¡qué ningún lugar es coto de bondad!.

Trabajó de administrador de fondos ajenos, pero nunca nada de lo ajeno se le pegó. Aquí aprendió a reír como ríen los juglares de historias pasadas que hablan de duendes sabios y de doncellas encantadas. Se rodeó de humanos escogidos y agradables con los que compartió el vuelo de las ilusiones y el calor del nido hecho con esmero y paciencia.

Recibió aplausos y silencios, bellas palabras de agradecimiento y un tal vez merecido homenaje.

Hubo un día que un chiflado pintó un graffiti en la pared del cementerio: “el forastero es un ladrón”. Los que le tenían ganas se lo creyeron, no porque fuera verdad, sino porque era una buena disculpa para meter el veneno en el pueblo. Lo curioso es que no hace mucho los del graffiti fardaban de ser sus amigos.

En el concejo del pueblo la voz del forastero silenció los odios de sus enemigos: “con un hatillo vine a este pueblo y con un hatillo me iré cuando lo desee, no hace falta que nadie me eche”. Los vecinos aplaudieron su arrojo, tan solo unos pocos juraron venganza en la cantina del pueblo.

La cantinera , enterada del rancio corazón de alguno de sus vecinos, le contó al buen mendigo los planes de los desalmados y le habló de otro lugar donde necesitaban un pastor de cabras, allá por la montaña.

Cuando el hombre rudo le escucho decir al mendigo, “me voy”, no le creyó.

- ¿No te irás por miedo a esos cuatro cantamañanas?

- No es grato saber que el demonio anda cerca, pero no es él el que me empuja ni tampoco el miedo. Ellos son la disculpa para que siga mi camino.

- ¿Quién te va a tratar mejor que nosotros?

- Tal vez nadie, pero quiero descubrir otros horizontes. Te llevaré a ti y a tu buena gente en mi corazón, pero no quiero ser prisionero de este cálido castillo. Gracias, pero soy un peregrino.

-

Después de atarse las correas de lo zapatos, levantó las manos al valle en busca de un abrazo colectivo y a media voz, esperando que le escucharan hasta las garzas del embalse y los sisones de la estepa, se despidió con “un gracias amoroso y definitivo”, mientras se le caían lágrimas de tristeza y lágrimas de alegría.

Emprendió un largo viaje en el que no faltaron momentos de oscuridad, de duda y hasta alguna que otra mirada a los alfares dejados . El camino se hizo largo y pesado, el sol apretaba y las fuentes que encontraba tenían tanta sed como él. Siguió la ruta de la buena cantinera y en las noches cerradas, cuando el rocío caía sobre la estepa, sintió más viva la soledad y más intenso el abandono. ¡Y si la cantinera le había engañado!. “Da igual, se dijo, no volveré atrás”.

Fue aquel día de luna llena, durmiendo en el cabildo de la iglesia, cuando se acercó aquella mujer de ojos claros y voz hermosa, con cara de madre de siglos , y le dijo:

- ¿Buscas trabajo?.

- Sí.

- Puedes quedarte aquí con nosotros. Te estábamos esperando.

- Yo también a vosotros.

¡Qué alegre fue aquella noche y tantas noches y tantos días después!. Fue como si siempre hubiera estado allí y aquella gente fuera su gente de toda la vida.

Pasado un largo tiempo el peregrino, medio poeta y medio loco, desapareció un día de madrugada de la forma que había aparecido, de improviso, dejando el lugar lleno de amapolas, de brisas suaves y meriendas compartidas. En el atrio de la iglesia pusieron la gente buena del lugar una placa, con una leyenda: “al peregrino que estuvo con nosotros y compartió lo mejor que cada ser humano lleva dentro”.

Y cuentan las buenas lenguas que ya viejecito, rodeado de sus muchos nietos e hijos ,un atardecer rojo de primavera, levantó los ojos al horizonte, envueltos en calma, y caminó despacio en busca del horizonte definitivo, donde ya no hay camino, solo descanso, después de despedirse:

- Me tengo que ir. Ponerme los zapatos, se me está haciendo tarde.

Tomado del libro “Desde el corazón y la esperanza”, Editorial STJ, de Barcelona. Valentin Turrado.

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