Se dijeron palabras gruesas de aquella persona, palabras que otros hubieran descuartizado en mil pedazos y hubieran respondido con un aluvión de aguijonazos.
Prefirió callarse.
Las palabras graves pasaron a ser obscenas, maliciosas, malolientes, envenenadas.
Aquel ser humano, cabizbajo y agachado, daba vueltas a la plaza y gritaba su malestar a los cielos y a los árboles. Que parecían los únicos capaces de comprenderle.
Cuando se presentó ante el magistrado y varios testificaron en su contra y profirieron amenazas e insultos, se le vio triste, como alguien que hacía esfuerzos para no perder la compostura y no estallar en cólera.
Su defensor dijo todo lo que tenía que decir.
Sus confesiones obligadas fueron breves, cortas y precisas. Nada faltaba. Nada sobraba. No les dio juego a los focos de las cámaras y a los vendedores de verdades sesgadas, que abandonaron la sala decepcionados.
Hace un par de meses lo volví a ver. Me pareció que miraba más hacia dentro que hacia fuera. Fui yo quien le abracé. “Perdón por..”.
“No sigas.., me respondió, gracias desde mi alma”. No había reproches en su mirada.
Valentín Turrado Moreno
Colaborador del TE
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