(El contenido de este relato es absolutamente ficticio y cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Perteneciente a la colección de “Relatos telefónicos” , “Bebiendo Lágrima”)
Me encontraba leyendo la entrevista que uno de los periódicos locales le dedicaba al responsable del Hogar del Transeúnte de mi ciudad, conmovido por sus palabras llenas de hondura y solidaridad , cuando sonó el silbo familiar del auricular. Te saludé mientras rumiaba las frases certeras de aquel hombre entregado, grande humanamente, como un rascacielos; decía verdades como puños, golpeando la puerta de la conciencia adormecida de nuestra sociedad:
“La pobreza nada tiene que ver con la dignidad. La Iglesia no puede despreciar a los pobres, jamás he tenido contemplaciones con la riqueza. En los primeros tiempos de la Iglesia los cristianos imitaban a los pobres... con el paso del tiempo han cambiado las cosas y jamás se ha adorado tanto al becerro de oro como en nuestros tiempos”.
Me parecía que había leído un auténtico testamento vital.
“Cada día soy más rebelde, cada día resulto más insoportable para los míos y más inaceptable para la sociedad. Uno querría ser más condescendiente pero no puedo, a mi edad debería estar en el declive, en la aceptación sumisa de las cosas pero no puedo, cada vez tengo una rebeldía mayor que me hace vivir a contracorriente, sentir a veces la repulsa de la sociedad actual”.
En sus 21 años dedicado a esto ha conocido todo tipo de historias. “Muchas, miles. Por aquí han pasado más de 40.000 personas, más de 40.000 historias. Entrañables muchas, duras otras muchas, incluso crueles... pero recuerdo las entrañables, me alimento de ellas, de esos que vuelven por el albergue cuando ya han salido de la rueda, como se dice en el argot, y te abrazan con un sentido de agradecimiento tan profundo que no lo encuentras ni con el mejor amigo. Con pocas palabras te dicen tanto”.
Quién así habla, mejor aún, grita, aúlla, martillea es José Luis Alonso, religioso de la Orden de San Juan de Dios, igual que el fundador del Teléfono de la Esperanza, Serafín Madrid.
A veces pienso que vivimos en una sociedad enferma, anestesiada contra el dolor de lo demás, con claras muestras de padecer diversos trastornos mentales. ¿No es un trastorno social los clientes buscando putas foráneas en las carreteras de salida de la cuidad?. ¿No es depresor comprobar que las listas del paro cada vez son más largas, frías y crueles?. ¿No es un brote sicótico las mentiras, los intereses y las manipulaciones de nuestros dirigentes?. ¿No es esquizofrénico los tugurios de cada fin de semana, testigos mudos de borracheras, de desfiles de pastillas para alargar la marcha, apestados de humo y de músicas estridentes que impiden el más incipiente diálogo, templos de la noche y del consumo?....
Tú ya me estás contando como encontraste nuestro teléfono y yo aún sigo boquiabierto ante la última frase del escéptico periodista que cierra la crónica con una confesión contra corriente, a modo de despedida: “eres el cura de una iglesia en la que no me importaría ser el monaguillo”.
Oye, disculpa, es que ....
A partir de este momento y en los siguientes 62 minutos mi tiempo fue todo para mi. Mi atención. Mi capacidad de escucha. Todo mi ser en tus zapatos. Dentro de tu piel, para entenderte. Sólo la roca que sostiene la lapa, sabe como es ella, cómo se alimenta, respira, cómo avanza y cómo retrocede.
Esta carta que te escribo, para que nunca la leas, es para contar mi necesidad de dar a luz lo vivido, lo escuchado y lo callado.
¡Cuánto has sufrido!. Me hago cargo de tantas lágrimas derramadas en la soledad de tu morada, cuando tus hijos estaban en el cole y tu marido alargaba las horas malditas en el bar. ¡Ojalá las hubiera alargado más!.
Tengo un pañuelo de papel para ofrecerte si pudiera a través de la línea, para que enjugues sin vergüenza alguna tu dolor y derrames por encima, por abajo, por los costados, tanta angustia reprimida. No me importa ser tu Verónica en esta hora certera en que nos hemos encontrado y tú, en tu calvario, y yo, en mi planicie, vamos a cabalgar juntos, hasta la sima del sosiego que desees.
Comprendo que estés triste, más que triste, deprimida, vacía, sin ilusión, como abandonada por un destino que sientes brutal, inmerecido. “¡Es que he dado tanto!”, me atreves a susurrar entre suspiros, y “sólo he recibido eso que te imaginas”.
Sí, me imagino tantas cosas, toda esas que a continuación una a una me vas desgranando, como clavos en las manos, en los pies, como espadas en el costado. “¡Si me hubiera muerto, si hubiera quedado en el camino!”, me desvelas en mitad de tu ahogo.
No tengo prisa. Mi tarde hoy es toda para ti. No tengo interés en escuchar las canciones románticas que tanto me acompañan, ni leer los siempre nuevos poemas de los vetustos poetas de siempre, ni escribir en una cuartilla las palpitaciones que me dirige el corazón. Estar contigo hoy es mi forma humana, divina, de estar en el mundo, de sentirme vivo, de encontrarme conmigo mismo y reconocerme. Mi plenitud, en una absoluta paradoja, es este dialogo, eres tú, que aunque me sacas de mí al fin de cuentas me fijas más dentro aún si cabe.
Me quedo con las ganas de decirte palabras suaves, palabras amorosas de esas que tú sólo escuchaste en tus sueños solitarios y que la vida te negó como niega el calendario cada treinta de febrero.
Fuiste el burladero de los arranques de ira de tu esposo contra tus hijos. Te pusiste en medio, sin protección, sin coraza, sin saberte recoger detrás de las tablas y que el toro, el viejo toro iracundo, no te encornara. Maldigo todos los toros que van por la vida pitoneando víctimas inocentes. Eso fuiste tú, mejor aún, en eso te convertiste: en una víctima inocente, que acabó cogiendo miedo a la bestia, evitándola, separándola de su almohada, de su vida, como si ya no existiera, como si nunca hubiera existido.
Quedé impresionado cuando me narraste que desde el día en que te atreviste a decir no, que hasta aquí hemos llegado y fuiste al abogado a firmar el convenio de la separación, aquel día te pareció que la vida empezaba otra vez para ti. Desde entonces le llamas “el difunto”, el que murió y nunca jamás deseas que resucite para ti. El día que te llamó para pedir volver arrojaste el móvil tan lejos como fuiste capaz, por si acaso la conversación y sus palabras se convertían en un imán indeseado, envenado. Te llevaba quince años y de puertas para afuera tú eras la galana, él el envejecido, el anodino; de puertas para dentro vengaba su miseria con maltratos vergonzantes, con abusos deshonestos, con palabras como navajas, viles, soeces.
Consiguió enfrentar a tus hijos y que hoy siguen separados. Agrandó a uno, empequeñeció a otro. A uno le llamaba cabrón, a otro le faltaba tiempo para ampararle.
“Mi mundo desde que me casé se redujo a este ambiente de dolores de cabeza y de terremotos frecuentes. No le culpo a él de todo. No supe estar en mi sitio y me dejé pisotear la propia dignidad. Menos mal que cada mañana encontraba el desahogo del trabajo fuera de casa, de la oficina, menos mal...”
Comprendo que el tiempo te fuera haciendo una mujer apagada, sombría, desesperanzada, taciturna. Cuánto bien te hizo el Cristo de la iglesia, con esa mirada profunda, al que acudías en las tardes más desesperadas, cuánta compañía. ¡Qué bonito lo que me has contado de que con El no tenías secretos, ni los propios de la alcoba y que jamás tuviste la sensación de que El se escandalizara con tus confesiones!. ¡Qué hasta el cura de la iglesia en algunas ocasiones vino a decirte: Señora, que tenemos que cerrar!. Junto a El pasaste tantas horas, desbrozaste tu angustia como si fueras una huerta abandonada, un amasijo de cardos y de hierros inservibles. Todavía hago eco de la petición que a tu Cristo le hiciste: “todos los golpes de la familia para mi y para mí todas las cruces”. ¡Y vaya si te lo concedió!.
Hay que tener cuidado con lo que se pide y después de escucharte me ratifico aún más. Se nos acaban concediendo nuestros deseos. Se cumplen nuestras aspiraciones cuando éstas las llevamos una y otra vez a nuestra cabeza y a nuestro corazón.
Me ha gustado que me dijeras que ahora has estrenado una nueva oración ante el Crucificado de mirada penetrante: “En esta nueva etapa de mi vida quiero ser feliz , quiero ser feliz... Y estoy dispuesta a mantener esta plegaria día y noche. Hasta que se cumpla. ¿Por qué se va a cumplir, verdad?.”. Has conseguido emocionarme al oírte que quieres dar un giro grande a tu vida y volver a ser aquella mujer alegre, divertida, dicharachera , que le gustaba tener amigas y dedicar un tiempo a los demás de forma altruista... ;ahora que te acabas de jubilar y la casa se te cae encima y no quieres más años seguir esclava de unos antidepresivos, que ya no recuerdas las cajas que te has tomado...
Cuando al comienzo de tu conversación me dijiste que pensabas en suicidarte, que morirse era tu única salida, me sentí acongojado, por tanto peso como llevabas a cuestas. ¡Qué no hay derecho, me decía, mientras tú seguías regurgitando tus heridas!. No es el tiempo de cerrar la puerta y descansar para siempre. Siento que aún te queda como una segunda parte y que la vida te va a ofrecer otra película para ti, una que tú vas a dirigir, a controlar y a desear.
Al decirme que te sentías como un cromo, temiendo una caída en picado, te dije que hasta los cromos tienen color y te invité a que me contarás todo los colores que en estos momentos había en tu vida. Aunque te costó, te atreviste a poner encima de la mesa algunas cosas que no te gustaría perder. Al contarme tus apoyos, fui percibiendo que poco a poco tenías más luz, que tu voz se hacía más clara y tu tono más alto y vital, como si te estuvieras insuflando energía y ganas de vivir.
Te escribo estas letras para que las leas el día que entres en la eternidad, después de muchos años de conocer a otras personas y vivir experiencias más gratas. Y para expresarte que me he sentido como un Cireneo acompañando tu dolor y tu tragedia, un Cireneo que estaba en la calle por donde suelen bajar las riadas de las desventuras.
Al despedirnos, en la sala se quedó a solas el silencio y mi cabeza regresó a aquel vagabundo que el otro día encontré en la ciudad, aquel mendigo que me hizo sentir tanto asco, ante su olor a meada reseca y necesidades hechas encima, que me fui de largo, sin una mirada, caminando con mi miedo y mi repugnancia. A la semana siguiente lo encontré con la mano extendida bajo los soportales de la plaza mayor, en aquel día lluvioso. Me pareció que me estaba esperando. Le pregunté su nombre, al compás de un deseo irresistible de vomitar.
- ¡Estás muy sucio y mojado!. Y con ese aspecto tan desaliñado nadie se va a acercar a ti y darte unas monedas para que...
Le dije que se tomara un vino en mi honor y me sonrió.. Me alegré de haber roto mi repulsión, mientras desvelaba al ser humano que se escondía detrás de aquella estampa tan desagradable. Se llamaba José Antonio. No lo he vuelto a ver. Su recuerdo me lo ha regalado hoy el hermano José Luis Alonso.
Valentín Turrado
Colaborador del TE
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