Desde niña se sintió viviendo en una soledad no deseada. Una tarde de invierno, aún sin plumas y con unas alas débiles, le dijeron sus padres: “anda a volar, nosotros tenemos que irnos; te quedas con la abuela”. Aquella noche lloró hasta la madrugada intentando lanzar pequeños vuelos sin conseguirlo. Una y otra vez se estrellaba contra su propia debilidad, su propio vacío e impotencia.
Junto a la soledad sintió frío y unos deseos imposibles de amarrarse al pecho de su madre, pero su madre ya estaba muy lejos, emprendiendo otra aventura nada fácil y sin dejar de pensar en su niña y en si se destaparía por las noches.
A golpe de lágrimas, Maca, así se llamaba la niña, se fue haciendo callo. Se hizo reservada, introvertida, tratando de encontrar en su mundo interior lo que el exterior le negaba. Buscó el calor dentro su nido para poder volar como vuelan las gaviotas, como dicen los libros que volaba Juan Salvador Gaviota. Porque solo el calor hace crecer las alas y fortalece las plumas del alma. A ella le faltaron besos, abrazos, caricias, atenciones, miradas, detalles, seguridades.
A Maca le faltó lo esencial, que diría el Principito. El corazón no le crecía con los años y se vio así misma como un pajarito abandonado, como una nube a la que le han quitado el cielo o un peluche tirado en el fondo del baúl.
Las enaguas de la abuela no lograban quitarle el desgarro de su débil corazón. Con el tiempo, aprendió a jugar sola, a sentir sola, a sufrir sola, sobre todo a sufrir sola. Lo que más le gustaba era esconderse en su cuarto y jugar a soñar con las muñecas de trapo que ella misma imaginaba. En ese mundo de fantasías y de sueños, Maca era feliz. Imaginaba que un día un Príncipe encantado la rescataría de su inhóspito castillo y la amaría como las películas dicen que los amantes aman a sus amadas. Y esos sueños le hacían bien. La relajaban. La ilusionaban. La conmovían. Eran los únicos momentos en que sus ojos tomaban el brillo prestado por su imaginación.
Cuando a los siete años la metieron interna en aquel colegio de monjas, ella ya no dijo nada. Lo más duro había pasado. Lo más cruel, pero todavía quedaba mucho sufrimiento por venir.
Lo mejor del colegio fueron sus dos amigas: Pilu y Mari. Pero había una parte de ella que ocultaba, que no quería rebelar. Cuando hablaban de los padres ella siempre se callaba. Le gustaba más hablar del futuro. Le gustaba escribir en sus cuartillas en sucio la palabra “mañana”, bajo ese deseo de que las cosas un día – mañana -le fueran mejor, sobre todo que ella se sintiera mejor.
En la soledad del dormitorio compartido llamaba a su madre cuando se sentía apenada, pero su madre jamás tuvo oídos para su voz, jamás limpió una lágrima de sus ojos. Ella entonces con once años se quería morir. Cerrar los ojos, como en los cuentos de hadas, y morirse. Desaparecer. “¿Por qué la habían traído a este mundo a sufrir?. ¿Quién le pidió permiso?”.
Cada domingo envidiaba a su amiga Mari cuando sus padres la venían a buscar al internado, le compraban chuches y la despedían con ternuras que ya quisiera ella para sí.
Maca era inteligente y estudiosa y con una mirada para adentro dulce y profunda como las bodegas que dentro albergan el mejor vino en barricas de roble. Le gustaba la poesía y esbozar pequeños versos que enseguida rompía por miedo a que alguien se los pillara y se echaran a reír, porque ella era tímida y pudorosa. ¡Qué vergüenza pasó cuando le quitaron el diario y se le leyeron!. Golpeó cien veces el suelo maldiciendo a las profanadoras de sagrarios del alma.
Un día de primavera se sentó en el parque viendo brotar las yemas de un castaño y pasó por allí un chico, algo despistado, que sin saber cómo se fijó en ella y le dijo:
- ¡Damos un paseo!, era el primer chico que le decía algo.
Ella imaginó que era el Príncipe de sus sueños y se fue con él. Se hicieron novios. Y se casaron. Y tuvieron una hija hermosa como la luna, clara como el agua, lista como el rayo. Pero no fueron felices. El corazón de Maca era demasiado grande para un despistado. Tenía demasiados agujeros. Nunca la llegó a comprender.
Aún así estuvieron años, porque para ella lo más duro era el vacío, volver a las piedras frías de su templo románico.
Solo con su niña era un derroche de amor, de besos, un sin fin de caricias.
“Esto es lo que yo quiero que tú hagas conmigo”, le decía ella a su marido. Y él le contestaba: “vaya, me ha salido poeta, la mujer, si no leyeras tanto, si no te quedaras tan ensimismada mirando las estrellas, si no vieras tantas películas...”. Desde aquel día ella simplemente se dejaba hacer el amor, porque su cuerpo era un témpano de hielo en brazos de un desconocido.
La depresión que siguió la condujo a un estado de apatía, de desgana, de desilusión, de muerte. A ese Dios que siempre sintió distante no paraba de decirle: “Sácame, oh Dios, sácame de este infierno”. Los antidepresivos y sobre todo la mirada de su niña la mantenían con unos hilillos de vida, de esperanza y de luz.
El se marchó el día que descubrió que tenía un cuerpo entre sus brazos que era una pelota, o una almohada o algo parecido, pero sin vida, sin deseo, sin nada para él.
Ni se dijeron adiós ni nada parecido. El tampoco intentó quedarse con la niña. Daba mucho trabajo.
A ella no le importaba el trabajo y ahora tendría todo el tiempo para ella. Todos sus mimos. Todo su calor. Todo su amor. El que le faltó a ella, a su niña no le iba a faltar.
Empezó a desconfiar del resto de los hombres. Eran todos unos egoístas. “Si los sacas del fútbol, del bar, de las mujeres, ¿tienen algo más que ofrecer?”, decía en el trabajo.
En sus largas noches de insomnio escuchaba al loco de la colina que le hacía encontrarse con la parte más bonita de ella. Le hablaba de sentimientos, de emociones, de locuras, de amores, y ella se sentía encontrada en esa nueva galaxia. Empezó a sentir sus carencias, a hablar con ellas, primero con desesperación, después con cercanía, hasta que las convirtió en compañeras. Le hablaba a su tan temido vacío, le hablaba a la soledad y la soledad le contestaba, le hablaba a la angustia y la angustia le escuchaba, le hablaba a su cuerpo y su cuerpo se hizo su Maestro. Cuando quería tomar una decisión escuchaba sus entrañas y hacía lo que le decían sus entrañas.
Habló con su madre, con su padre. Primero echándoles en cara cientos de cosas. Más adelante con menos rabia. Casi sin odio, como perdonándoles. Sus padres no la entendían, pero en ella fueron creciendo alas fuertes, vigorosas y un día se lanzó a volar al infinito y se encontró que el infinito estaba lleno de almas voladoras, que gozaban , que disfrutaban, que se sentían acompañadas, que expresaban sin rubor su alegría y su tristeza y que se amaban y te amaban.
A ella se le abrieron los cielos. Hizo cosas que jamás imaginó. Un día emprendió el camino de Santiago.
Otro se lanzó a hacer baile y teatro. Otro ensayó amistades nuevas. Otro se escuchó a si misma, hablando con quién Dios sabe quién será. Otro desnudando su alma en un diario. Otro jugando a tirarse por el parquet como una niña feliz.
Otro escribiendo una carta a su antiguo marido: “tú y yo no teníamos futuro; tú me pediste lo que jamás yo podía darte y yo te pedí lo que eras incapaz de darme; te deseo que te vaya bien, porque a mi me está yendo mejor; entre los dos tenemos algo grande, nuestra hija, ¡qué no repitamos los viejos errores!”.
Maca se fue haciendo otra mujer. Se fue haciendo a si misma y cuánto mas fuerte y segura era, más gente amorosa se encontraba. Ya no tenía miedo a sus vacíos porque los había mirado a la cara y sus miedos, con el tiempo, se fueron convirtiendo en aliados. Estaba más bella que nunca.
Cuando yo la conocí surcando los cielos del Himalaya ,ella había intimado con un hombre distinto del que había imaginado. Un hombre que era él. Auténtico. Un hombre que la animaba a ser ella.
La vi temblar, algo asustada. Buscamos un cobijo en la noche heladora de noviembre. Hicimos juntos también el camino de regreso a casa. Era una gozada volar a su lado, con viento a favor, rodeados de cientos, millones, trillones de seres humanos, de aves, de luces. Fue un viaje maravilloso. Si las palabras no fueron equívocas, diría que la amé allí mismo, sabiendo que era un camino con final, con final para los dos.
Tardé largos meses en volverla a ver. Estaba en el parque viendo como reventaban las hojas de los castaños en primavera, recostada en los brazos de su amado. Al verme, su cara se le iluminó, como cuando hablaba de su hija Bea, como la estrella más linda del firmamento y con sus ojos llorosos, encantados, mágicos, entregados, me dijo para que entre la multitud solo yo pudiera escucharla:
- ¡Ahora sí, ahora sí soy feliz!. Amo y soy amada.
Enviado por Valentin Turrado
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