sábado, 22 de mayo de 2010

Toda la verdad

Los vecinos decían que Marta era de otra calaña, que su fibra y sus entrañas desprendían algo especial para los problemas ajenos y que su pequeño mundo familiar y el barrio se le hacían pequeño a su grande corazón. Por eso creían que se había metido en una ONG y que se había marchado a Guatemala a dar su vida por los más empobrecidos.

Eso era verdad, pero, como casi siempre, no toda la verdad.

Marta no aguantaba ver sufrir a su madre, paralítica desde hace más de diez años y con fuertes dolores de columna. Sus lamentos de día, sus quejidos en la inmensidad de la noche, se le hacían duros como piedras imposibles de digerir: su voz  siempre cansada y agónica, su respirar dificultoso por ese asma que no le dejaba vivir, el arsenal de pastillas con el que iba malviviendo. Marta no podía con tanto dolor, con tanto absurdo dolor. Sus muchos porqués gritados a lo Alto jamás encontraron respuesta, tan solo abrieron las simas de su alma devastada.

Su forma de ser no admitía medias tintas. O se deprimía con su madre o huía como una loca, como hiena del desierto, que solo busca saciarse para vivir y recorre kilómetros y kilómetros en busca de una pieza deseada. O enfermar o marcharse. No veía más alternativas. Estaba harta de tantos tranquilizantes y ansiolíticos.

El bueno de su hermano no le hizo apenas preguntas:

-    O sea que te vas a Guatemala. ¡Qué te vaya bien!. Nosotros seguiremos aquí en este infierno, pero trataremos de llevarlo lo mejor posible. Por favor, escribe. A mamá le gustará que le leamos tus cartas.

El padre fue más duro:

-    ¡Pero no ves cómo está tu madre!. Y yo tengo que seguir trabajando y va a recaer todo en tu hermano. No te entiendo. ¿Hay alguien que te necesite más que tu madre?.

Marta no se atrevió a contestar. Ni siquiera podía hacerlo. Se sentía ruin y culpable.  Algo se le rompía por dentro, pero no podía evitarlo. Estaba huyendo. Pensaba también en la gente miserable que se iba a encontrar en Guatemala. Pero sobre todo, pensaba en huir. Huir lo más lejos posible del dolor insoportable de ver a su madre irremediablemente enferma, huir del miedo horroroso que le producía la muerte de su mamá querida, huir de verse ahí, prisionera de una realidad cruel, casi macabra, sin salida, nadando en una amargura que parecía infinita y paralizante.

Entre huir o destruirse, optó por alejarse.

Su madre no le dijo nada. Tan solo lloró cuando en la oscuridad de la noche se apretó contra la almohada. Se quedó más sola con su dolor y su desgracia, tan solo aliviada por las cuentas rítmicas del rosario frecuente. Su refugio era el “Padre nuestro” y el Ave María”.

Con el tiempo Marta se hizo importante, como una estrella luminosa o un arco iris inmenso, de esas que aparecen en los suplementos de los dominicales. Se hizo famosa como la gente solidaria que realmente merece la pena. Hablaban de ella los medios de comunicación como hablan de Vicente Ferrer o el obispo Casaldáliga o la Madre Teresa de Calcuta.

La muerte de su madre, como no podía ser de otra forma, la pilló lejos, en una fabela de Brasil. En la distancia se inundó de tristeza y se sumergió en el negro mar de la miseria de la tierra para aplacar el amargo sabor de la culpa. En su muchos años por el mundo adelante aprendió a vivir, a sufrir y a llorar. Aprendió a no pedir a Dios lo que está en nuestras manos resolver  y a acudir a El cuando ya no había otra alternativa. Vivió la locura del amor junto a otro loco peregrino y los dos crecieron juntos, como palmeras de oasis encantados.

Fue tanta su entrega y su osadía altruista que le concedieron el Premio Príncipe de Asturias.

Se presentó a recogerlo vestida con las viejas ropas de su difunta madre.

-    Quiero decirles a todos ustedes y a todos los que me van a ver, que mi historia es una triste historia. No quiero engañarles. Es verdad que llevo muchos años dando la vida entera por los más pobres de la tierra y  que hasta al día le faltan horas para lo mucho que me queda por hacer. Pero en mí mas que valor y heroísmo lo que ha habido es cobardía. El que de verdad se merece este premio es mi hermano Eduardo, que supo ser grande en la soledad de un piso de Valencia y cuidar de mi madre, que durante quince años estuvo paralítica en casa. El convirtió su labor en algo callado, sencillo, humilde. Yo me marché porque no pude aguantar verla sufrir . El sí aguantó. El sí que es un tipo especial, un fuera de serie, un frontera, como tantos otros. Seguro que alguno hay en esta sala y muchos más viéndonos por la televisión. Que todos vuestros aplausos sean para toda esa gente como mi hermano que viven sin que nadie se entere, pero que dan calor y luz a nuestro mundo, son como la hogaza de pan encima de la mesa. Jamás saldrán en los medios de comunicación, pero sin ellos la vida sería menos humana.

Años más tarde, cuando su padre se quedó solo y enfermo, no le quedó más remedio que dejar la selva amazónica y volver a casa. El cáncer de hígado le dejó postrado en cama. Marta sintió la tentación de aceptar la última oferta que tenía para poner un proyecto en marcha en Pakistán. Se volvió a encontrar con sus deseos suicidas y de huida. Aparecieron las taquicardias y los ahogos. Pero aguantó. Se le hicieron largas y eternas las noches de insomnio al lado de su padre. Lloró su  tristeza como lloran los que saben que se encuentran en un momento crucial de su vida , en su página tal vez más bella. Lloró sus huidas. Lloró sus miedos. Lloró sus miserias. Lloró sobre su nombre famoso y lo sintió débil y pequeño.

Estuvo junto a su padre. Le escuchó. Le atendió como se atiende a alguien que sabes que está a punto de partir para un viaje final. Y hablaron, hablaron mucho. A veces distantes, a veces abrazados. Y se hicieron mucho bien juntos. Recordaron a su madre y la sintieron muy cerca  antes de que la morfina hiciera los últimos efectos.

Marta tenía a su padre en brazos cuando murió y su hermano estaba junto a ella. Ya no lloró, al contrario, sintió una alegría nueva, profunda, honda como una corriente de mar , limpia y serena como una noche estrellada. Su ser entero se le inundó de paz y de calma, una calma extraña, ajena a ella, que le cambió la cabeza y el corazón. Ahora sí que se sentía grande. Era como si el universo entero le estuviera dedicando un sonoro aplauso.

Desde entonces dejó de huir. Aceptó su historia completa como acepta la naturaleza las distintas estaciones del año, sin una queja y con una sonrisa. Volvió a Guatemala, junto a Rigoberta Menchú. Esta vez si que se sentía libre, como un cóndor de los Andes.

- ¡Qué le vaya a vos lindo!, fue la despedida de su hermano, mientras le prometía ir a trabajar con ella de voluntario en sus vacaciones estivales.

Enviado por Valentin Turrado

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