Mientras paseaban por la orilla del río con las manos enlazadas y escuchaban el murmullo sereno del cauce, le transmitió su última confidencia, como un crujido inesperado :
- Algo desde dentro me dice que me vaya, que inicie otra aventura, lejos de ti; lejos de tus besos con sabor a tierra, de tus abrazos que me saben tibios..
- No puedo entenderte. ¿Dónde quedan tus caricias?. ¿Tus poesías, tus miradas cómplices, tus sueños conmigo?.
- Busco una ternura mayor, un afecto sublime que tú no puedes darme. Gracias por el calor de tus leños de comprensión y respeto. No trates de retenerme, porque no te pertenezco.
Aquella joven entró en el Postulantado soñando algo que la vida aún no le había dado: “vivir el paraíso aquí en la tierra”. Su decisión no le ahorró ni una lágrima por aquel novio que dejaba extrañado y cabizbajo y aquella nota escrita que encontró su mano fría en el anorak: “un rincón de mi corazón será para ti, por si volvieras...”.
Ella no estaba decidida a regresar. De aquella fuente ya había bebido y su agua no era tan fresca como para apagar el fuego que la quemaba por dentro. No buscaba príncipes azules ni historias con final feliz de películas de Walt Disney.
Desde dentro sentía que había otra cosa. Otro Ser. Otra historia para ella. Otra montaña que subir. Otros cielos que contemplar. Otros brazos...
Entre sus monjas siempre fue vista como alga rara, alejada de normas, constituciones, quehaceres y cargos institucionales. Le gustaba rodearse de gente joven, de personas inquietas, de hombres y mujeres despiertas a las nuevas realidades que ella intuía, seres que se salieran de lo normal y que no les importaran los juegos prohibidos.
Sí, le encantaba jugar con fuego. No le importaba aparecer como un gusano para renacer a lo que ovillaba en su interior. Antes de tiempo se sentía crisálida. Algo inaudito, etéreo, impredecible.
Como maestra transmitía vileza, espontaneidad y locura en sus clases. Era inesperado por donde iba a salir, o la siguiente lección de sus clases de religión o el tema del nuevo encuentro preparado. Surcaba mares irreconocibles, como los piratas que buscan tesoros ocultos. Sin duda, era una pirata, en este mundo nuestro tan serio y formal, sin patas de palo, sin antifaz.
En la Orden acabaron pasando ella, de la misma forma que ella acabó viviendo su propia vida, con cariño eso sí hacia a sus hermanas de comunidad, pero desde su propio latir. “¡Qué una no ha nacido para cumplir expectativas ajenas!”, le gustaba decir a menudo, “sino para volar”. Se sentía mariposa de colores preciosos y su cobijo eran las flores que brotaban en cualquier estación del año. Sin embargo, no era frágil y su caña no se quebraba ante cualquier viento.
Frecuentaba la noche paseando con seres humanos dispares, escuchando como las almas se desnudan al compás de la luna, del misterio, de las estrellas que alumbran a los amantes . No sentía temor a caer de bruces en brazos prohibidos o deshacerse en amores imposibles.
Aquella mujer escuchó muchas historias, se hizo cómplice de muchos desazonados corazones, apagó muchos vacíos. ¡Cuántos curas no acudieron a su cita en busca de cariño y ternura!. ¡Cuántas confesiones en el café de la Lola, mientras sonaba de fondo la música de los Quijano o las melodías de Ismael Serrano o Rosana!. Estaba al día de los últimos sonidos, conocía los versos más lindos, como los de Pablo Neruda. Se enternecía leyendo una y cien veces los poemas de Juan de la Cruz, los escritos de Teresa, el Cantar de los Cantares, y la historia de tantos Quijotes que han poblado las angostas llanuras de cualquier Alcarria.
Pero sobre todo degustaba sus silencios, los mutis por el foro para ejercicios enamorados, o las soledades del Císter y de su pueblo natal.
Robó no sé cuantos corazones con su aire suave, fresco, libre. ¡Qué el mundo no se agotaba en ninguna persona!. Cuando notaba que alguien se colgaba de ella, sin decir adiós se marchaba a refugiarse en su cueva profunda, aquella que sola ella y Alguien más habitaba. Se convertía en una garza huidiza. Enamoraba y dejaba con el amor prendido, como un injerto.
Ella era consciente y se metía en ese juego peligroso que algún que otro disgusto le trajo. Como aquella sonora bofetada después de la procesión del viernes santo. Abría las puertas y cerraba su alcoba con la misma facilidad.
¡Qué difícil seguirla!
Su corazón, un pozo lleno de delicias. Como una prostituta del amor, que da cobijo a no sé cuantos hombres. Todos los días necesitaba como el comer unos cuantos abrazos, un par de miradas tiernas y los besos necesarios del hola y del adiós. Su energía alcanzaba hasta sus castaños cabellos siempre sueltos, recién lavados. Sus ojos tenían el color del arco iris. Sus manos esponjosas, como panes harinados sacados ahorita mismo del horno.
Bebía en fuentes desconocidas para los demás. A diario visitaba otros templos, otros sagrarios. Se sentía desbordada por un amor que la dominaba , la poseía, la embrujaba.
A veces pensaba que no podía resistir tanta desmedida, tanto llenazgo y su cuerpo se derretía en los misterios divinos del placer. Decía que vivía bajo el encantamiento de Dios, que al oído con cada luna creciente le susurraba palabras amorosas inimaginables para el resto de los humanos.
Sí, es verdad, Dios era su pasión y en él se regocijaba, como los enamorados se regocijan en sus cuerpos anhelantes, en sus labios deseosos, en su sudor de espliego y jazmín.
Le bastaba cerrar los ojos e inclinarlos ligeramente hacia arriba para que toda su alma se le fuera tras El. Se le entreabrían los labios, levantaba los brazos, bailaba, giraba, daba vueltas como los derviches y una dulzura nada de este mundo la envolvía, la acunaba, hasta no sentir ni su propio cuerpo. Y ahí permanecía tiempo sin tiempo, minutos y minutos sin contar las horas. En mucha ocasiones hasta que el sueño la vencía. O se desmayaba.
Sus hermanas le recomendaron visitar a un siquiatra que tenía mucha fama en estas cuestiones. Ella, con desdén, les contestaba que El era su siquiatra y su médico y su maestro y su...
En su bolso siempre llevaba una libreta de piel amarilla, donde descansaba sus suspiros, congojas, ausencias, piropos y sus huidas, que también los había, sobre todo si había conflictos a la vista. En ese momento ella se ponía en pie, cambiaba el rumbo y decía y hacía : ¡A toda máquina!.
De vez en cuando se la veía llena de nostalgia, con una melancolía de lluvia pausada que la ahogaba lentamente y no la dejaba respirar. Esos días era incapaz de levantarse de la cama y ponerse los pantalones vaqueros desgastados y el suéter ajustado que tan bien resaltaba su bella figura. Eran los momentos de ausencia de El, en los que se sentía rota, casi desesperada, vacía, abandonada. Otras veces la angustia era tan voraz que la hacía andar, andar, andar de un lado para otro, y no le permitía estar quieta. Como una loba herida, solo deseando emigrar a no sé qué tierra, en busca de qué se yo qué.
“¡Qué cerca te siento, Oh Dios! y qué lejos cuando te vas!”, decía a sus dos íntimos hablando de su amor.
Pocos la entendían. Tan pocos que se fue alejando del mundo que no le interesaba. “No se puede echar margaritas a los cerdos”, le gustaba repetir una y otra vez. No era amiga de dar explicaciones ni de justificar sus comportamientos.
Su ternura la desbordaba, imposible de contener, de encerrar, de inhibir.
Poco a poco empezó a escribir su diario y llenó cientos de páginas sinceras con olor a lavanda natural. Tenía miedo que no la comprendieran, por eso no quiso nunca publicar sus confesiones como Agustín de Hipona. ¡Y no sería porque no tuvieran interés!.
Hoy ya tiene el cuerpo flácido y está de vuelta de muchas críticas, de miles de murmuraciones, de cientos de dedos señalándola como impúdica, como mal ejemplo para la vida religiosa, pero me bastó una tarde, una sola tarde con ella, para saber que aquella mujer no estaba loca, que sus ojos y sus manos habían hecho el amor cientos de veces con el Amor y sus besos sabían a miel, la más dulce miel y sus abrazos no eran de esta piel. Sabían a cielo .
Como si fuera un ángel. O Clara de Asís.
Enviado por Valentin Turrado
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