Ernesto era un tipo singular. Algo rarete, según sus amigos. Pero todos estaban de acuerdo en que tenía un buen corazón. No le gustaba andarse por las ramas. Era claro como un día claro de luna. “Singular, claro y raro”, así lo definía su hermana Julia.
- Lo mío no es esto, le dijo un día al anochecer a su amigo Tomás. No sé muy bien lo que busco, pero esto no. Poner mis aspiraciones en un buen puesto de trabajo, en ganar mucho dinero y casarme con una tía buena en la catedral, no me mola ni me hace feliz
- Pero, ¿qué es lo que quieres?. ¿Qué buscas?, le preguntó su amigo.
- No lo sé. Pero sí sé que esto no. Yo busco algo más grande que esta vida ruín. Creo que es posible vivir de otra manera, le respondió Ernesto.
- ¡Eres un iluso o un Quijote!. Creo que más bien estás harto de estudiar. La carrera y las oposiciones te han dejado tocado. Necesitas descansar, fue lo último que le dijo Tomás.
Ernesto pensó que tal vez Tomás tenía razón. Los cinco años de carrera habían sido duros y, sin duda, la Universidad le había dejado decepcionado. A pesar de tener buen expediente no había sitio en el departamento para él. Carecía de simpatía para el Decano y de enchufe. Se había encontrado con un título que no le servía para nada. En las entrevistas de trabajo se encontró con la misma respuesta: “tiene usted buen expediente, pero le falta experiencia”.
La única expectativa laboral era sacar unas oposiciones. Se preparó de forma seria y rigurosa. Aunque emocionalmente inestable, Ernesto cuando hacía una cosa lo hacía de verdad. Le suspendieron en el caso práctico, aunque él siempre estuvo convencido que hubo una mano negra por medio y más viendo los nombres y apellidos de la persona seleccionada por el tribunal. Inestable sí, pero tonto no.
Ernesto estaba mal. La carrera le había dejado los nervios alterados y la oposición con ciertas y preocupantes dosis de ansiedad y depresión.
- Tú estás mal por la decepción que te has llevado. Estudiaste mucho en la carrera y al final las promesas que te hicieron de que te ibas a quedar en el departamento fueron un engaño y eso deja quebrado a cualquiera. Además, esperabas sacar las oposiciones, pero no te imaginaste que también en ellas había injusticias inesperadas. El que hablaba así era su padre, de nombre Juan. Un hombre bueno, sencillo y respetuoso, con ciertas preocupaciones intelectuales, que sufría en silencio el malestar de su hijo .
- Mira papá, no estoy así por eso. Es verdad que me he llevado un palo al ver que mi esfuerzo no ha servido para nada. Hay algo más de fondo, algo que me dice que de todas formas en la universidad no iba a estar bien y que el puesto de trabajo que me creí ganar en las oposiciones no era lo mío. Me tiré por ahí porque había que decidirse por algo.
- Ernesto, tu madre y yo sufrimos. ¡Ya sabes lo delicada que está!. Solo deseamos lo mejor para ti y no nos gusta verte así: no tienes apetito, cada vez vienes a casa más pronto los fines de semana, a veces te escuchamos llorar por las noches. Creo que debes ir al médico, le dijo su padre con rostro serio y preocupado.
- Papá, yo creo en otro mundo. Creo en otra forma de vivir. Aquí cada uno va lo suyo. Tengo otra forma de pensar. ¿No fuiste tú el que me regalaste el libro de Juan Salvador Gaviota y el del Principito?. ¿No fuiste tú el que me dijiste que Jesucristo era el tipo más íntegro que ha existido?. ¿No me hablaste tú de las buenas intenciones de Marx para cambiar el mundo y de la grandeza y dignidad del Che?. ¿No me dijiste un día que lloraste de rabia y de indignación cuando mataron a Luther King?. Ernesto tenía el discurso bien aprendido y sabía como atacar a su padre.
- Y esa gente sigue siendo válida y han sido la utopía de mi vida, pero además hay que vivir, hay que trabajar, casarse si uno lo desea y criar a unos hijos, si uno también lo desea. Los sueños son bonitos, pero hace falta algo más, hay que vivir, acertó a decir el padre.
- Sí, resignarse. Tragar. Dejarse engullir por el sistema. Conformarse por seguir la corriente.
El tono de voz de Ernesto era hiriente y alocado. La conversación estaba bloqueada. Su padre cogió el periódico y comenzó a ojearlo. Ernesto comprendió que no era el momento de seguir discutiendo. Se fue a dar un paseo por el parque.
“Lo mejor es hacer caso a Tomás e irme unos días de tienda de campaña con Sylvia. Necesito despejarme. Respirar aire puro: observar a los pájaros. Y gritar, gritar. Necesito gritar que este mundo es una mierda, que vivimos en un estercolero y parece que nadie se ha enterado.¡El hedor es insoportable!. No aguanto más. La gente va a su bola y le importe tres carajos que otros ciudadanos estén sin trabajo o en precarias condiciones laborales o que gente esté sola o malviviendo con una ayuda oficial. Me pasa como en la canción de Aute: Ay., amor mío, este mundo no lo entiendo. ¿Quién está loco: yo o el mundo o los dos?”.
Los quince días en la montaña con Sylvia le vinieron bien. Se oxigenó. Además de Sylvia, le acompañaron diversos libros de sus autores preferidos: Unamuno, Erich From y el poeta Patxi Loidi.
- ¿Por qué eres incapaz de ser como los demás?, le preguntó Sylvia.
- No lo sé . Tal vez porque no me hace feliz y quiero ser distinto, diferente de los demás. ¿Te acuerdas de la historia de Juan Salvador Gaviota?. A mí me pasa lo mismo. Quiero algo más que comer y piar. Quiero volar alto, ver lo que hay detrás de las nubes, sentir de cerca el azul del cielo y experimentar lo que es ser libre y hacer lo que me de la gana. Me horroriza pensar que soy un águila y que me pueda convertir en una ave de corral.
-Y todo eso, ¿para qué?, insistió Sylvia.
- Para ser fiel a mi mismo. Siento dentro de mi algo que me dice que me arriesgue, que no me rinda tan pronto, que lo intente.
- ¿Qué tienes que intentar, Ernesto?. ¿Quién te va a acompañar?. ¿Y si fracasas?. Tengo miedo, Sylvia estaba temblando.
- Yo también, te lo juro, pero lo que siento es más fuerte que mi voluntad y quiero ser honrado conmigo mismo.
- ¿Y qué va a ser de mí?. Tú te vas ¿y yo?. Tú sabes que yo no me puedo ir, que desde que mamá murió tengo que tirar de mis hermanos y no puedo dejar el trabajo. ¡Tú sabes lo que me ha costado venir estos días contigo!.
- Lo sé, Sylvia, y es lo que más me desazona. Aunque me vaya tú irás conmigo. Te escribiré y cada vez que amanezca el día pensaré en ti.
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Pasados varios años Ernesto se encontraba nervioso en la sala de espera de hospital
-¡Buenas tardes, Doctor!.
-¡Buenas tardes!. ¿Cuál es su nombre?
- Ernesto.
- ¿Qué le pasa?.
- No lo sé muy bien. Últimamente me cuesta dormir, las comidas me sientan mal y me altero con facilidad.
- Algo más.
- Mire, Doctor, siento dentro algo raro, como si me viera un bicho extraño en este mundo y no tuviera un lugar para mi, algo que no me deja parar y me tiene inquieto, algo que me dice que me salga de la rueda y emprenda otro camino.
El doctor se apoyó en su cómodo sillón y empezó a mirar a Ernesto por encima de los cristales de sus gafas. No estaba acostumbrado a respuestas tan etéreas. La curiosidad le hizo proseguir su interrogatorio.
- ¿Y dónde quiere ir usted?.
- Si lo supiera seguro que no estaba aquí.
“El paciente presenta serios problemas de adaptación social y un cuadro de ansiedad trepidante que es conveniente atajar con ansiolíticos y ayudarle a recobrar el sueño con hipnóticos”, fue lo que el Doctor escribió en su expediente personal.
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Ernesto vivió mucho y sufrió más. En su paso por el monasterio aprendió a relajarse y a serenar sus ideales intenciones. Pero ahí tampoco estaba su posada. Sus grandezas también ocultaban complejos y frustraciones no tan nobles, que el tiempo fue situando en su sitio, masticando como las vacas lo hacen con las hierbas en la pradera verde.
Tuvo la gran suerte de que Silvia le esperó a pesar de sus muchas infidelidades y con ella vivió en la casita de aquel pueblo montañés, cuidando del rebaño de ovejas y cabras. Siempre cuidó su huerto con devoción y trató a sus vecinos con respeto y cortesía. Se convirtió en una ecologista de a pie, de esos que jamás quemarán el monte para que sus ganados tengan mejor pasto o echarán pesticidas a las lechugas. Se fue sintiendo feliz con las pequeñas cosas de cada día: los detalles de Silvia, el valido de los corderos, la nieve blanca y fría, los arroyos susurrando armonía, las estrellas centelleando el firmamento, la brisa del estío y los pensamientos desordenados que iba recogiendo en su libreta mientras el ganado avanzaba por la ladera. Y se dedicó a contemplar. A escuchar. Los sonidos que nos llegan de dentro. Los suspiros amorosos que nos dedica el alma. Y los balbuceos de divinidad que nos arrecian desde la colina interior.
En verdad no salvó a nadie, pero a su alrededor provocó calma y concordia, como saben hacerlo todos los hombres y mujeres de bien.
Tomado del libro “Desde el corazón y la esperanza”, Editorial STJ, de Barcelona: valentin Turrado