sábado, 21 de noviembre de 2009

AQUÍ NO HAY SITIO PARA MI.

Juan Carlos padecía frecuentes brotes sicóticos desde su adolescencia. Sus padres fallecieron cuando apenas contaba siete años. No le quedó otro cobijo que una hermana algo mayor y una tía abuela que hasta la fecha se había mostrado apática con sus dos únicos sobrinos, pero que ante la posibilidad de apropiarse de un rico patrimonio, se había animado a hacerse cargo de un niño huraño y de una adolescente que jugaba a ser mayor con los jóvenes del barrio.

Juan Carlos creció entre el abandono ruidoso que sentía su débil corazón, la sospecha evidente de que su tía administraba a su capricho una jugosa cuenta corriente y el desinterés de una hermana que frecuentemente llegaba tarde del Instituto y no siempre sin tambalearse.

A los 17 años dejó su casa con la triste sensación de que la lucha con su tía estaba perdida y que en su hermana, por más que lo intentaba, no lograba provocar ningún tipo de afecto e interés. Se echó al mundo con la rabia de un perro al que le han arrebatado su mejor hueso.

Después de vagar por la montaña como pastor de cabras y de conocer los aullidos de la noche y los hielos del frío invierno en su alma, buscó refugio en la comuna de Saint Simón. Allí conoció un par de seres maravillosos y un sin fin de colgados de la “María y el LSD”, con algunos adornos de pacifismo y alguna que otra idea anti sistema. Vivió sin normas, o más bien, con otras diferentes a las que rigen nuestra sociedad. Clavados en las diferentes habitaciones de la casa se podían leer letreros como éstos: “da rienda suelta a tus instintos”, “bebe, diviértete y desinhíbete”, “cuando estés depre, métete una raya” o “el trabajo es cosa de burgueses”.

A los tres años la comuna se le hizo insoportable. Sus cada vez más fuertes brotes sicóticos y su neurosis depresiva no se deshacían ni con el sexo ni con la heroína. ¡Se cansó de verse tirado en la cama y sin poder dormir!.

En el pueblo de al lado el bueno del Sr. Cura le dejó la casa parroquial, deshabitada desde que D. Joaquín había ingresado en la residencia del Obispado. Se instaló en ella sin más alquiler que el compromiso de no meterse en líos ni provocar escándalos de difícil digestión en la pequeña y tradicional aldea. En los treinta años siguientes que Juan Carlos vivió, con la pensión asistencial que en el Ayuntamiento graciablemente le facilitaron, cuando el ruido y los luces de la ciudad se le atragantaban en las tripas, volvía a esta casa sagrada para él, a respirar, a dormir y apaciguar su desordenado y volcánico mundo interior.

Durante años se escondió en una barba luenga y desaliñada y en unas gafas oscuras y circulares. Cuando alguien se le acercaba y él se encontraba ensimismado en su castillo interior, abrasado en pensamientos destructivos y en el recuerdo de frases filosóficas y solemnes de los existencialistas franceses, emitía ladridos y gruñía como los ogros de las películas, con la única intención de provocar miedo y hacer salir por pies al entrometido viandante.

En los primeros años de la democracia dormía en los lujosos lugares calientes que eran los cajeros automáticos, hasta que los grises le llevaron a los servicios sociales del Estado en una gris e inhóspita mañana de febrero. Aquel día la asistente social llegó tarde a la oficina, amparándose en el exceso de tráfico de la metrópoli. Le rellenó la ficha de “demandante de servicios sociales” y le pidió un domicilio para comunicarle la resolución adoptada una vez estudiado su caso, resolución que nunca llegó a saber, ya que el servicio de correos la devolvió meses más tarde con esta coletilla “ausencia del titular”.¿Quién iba a hacerse cargo en el domicilio de sus padres de una carta a su nombre y con el matasellos impreso en la capital del país?.

Cuando tiempo después gobernaron los llamados centristas, Juan Carlos confió en que mejorarían sus condiciones personales y que encontraría un hueco en algún lugar con comida caliente y sábanas limpias, pero cuando los policías nacionales le llevaron por segunda vez a los servicios sociales, todo su avance fue verse introducido en una base informática de carácter nacional por una asistente social de suéter ajustado, uñas pintadas de rojo y zapatos de espigado tacón. “¿Dónde dormiré esta noche?”, era toda su preocupación. Por primera vez pensó en los portales abiertos de los pisos de los barrios obreros, cuyas puertas de entrada o no cerraban bien o estaban toda la noche abiertos.

A través de alguna institución caritativa lograba cambiarse de ropa cada quince días, ducharse con agua no excesivamente tibia y oler a algo distinto que sudor y basura. Aunque solo se acordaba de Dios para jurar como un desalmado, en algún momento de lucidez pensó que si Dios existiera se parecería a Sor Felisa, la monja del Albergue que no le importaba recoger sus devueltos mezclados con esputos de sangre y que le solía recibir con un sonrisa cálida y un lamento cariñoso: “!cuánto frío te toca pasar, hijo¡”.

Con la llegada de los socialistas al poder se auguraron tiempos hermosos para los entonces llamados “los explotados del sistema”. El, sin embargo, ya no pudo dormir en los portales de las casa viejas ni en los bancos públicos de los parques – por esa maldita costumbre de vallar todo lo público y, encima, cerrarlos por la noche- . La asistente social, en su tercera visita retrasada por lógicos motivos de unas supuestas licencias laborales, le asignó un albergue municipal para pasar gratuitamente tres noches al mes y un taller ocupacional de carpintero metálico para los próximos tres meses, mientras se acariciaba el piercing del labio de abajo y hacía sonar involuntariamente las pulseras de oro de su mano izquierda. Al mes Juan Carlos abandonó el taller ocupacional y mucho antes el albergue municipal.

Empezó a dormir en plena calle, a la intemperie, como las ratas en las alcantarillas, sin saber distinguir si era una persona o una bestia, sin dignidad y rodeado de una total indiferencia social.

Cuando una noche los voluntarios de la Cruz Roja le recogieron muerto de frío, con los dientes apretados por la ansiedad y la amargura, encontraron en el papel de estraza que envolvía el bocadillo a medio comer de la noche anterior, escrito en letras mayúsculas, como si de una blasfemia se tratara: “!Maldigo este mundo cabrón, que no deja sitio para gente como yo!”.

Dicen las cartas de los magos que aquella madrugaba los ángeles del cielo lloraron de pena y Dios mismo se sintió avergonzado.

Tomado del libro “Desde el corazón y la esperanza”, Editorial STJ, de Barcelona. Valentin Turrado

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