Rafael era un cura sensible. Su deseo era dominar el arte del lenguaje y unirlo con la gracia de los dioses para transmitir a sus parroquianos las muchas cosas lindas que le sugería su corazón.
Sin duda se sentía solo en aquel pueblo de montaña. Las gentes del lugar no le entendían. Se sentía sin fuerzas, sin ilusión. Había dejado de rezar. Se veía ajeno a un círculo vicioso de envidias, rencores y malquereres.
Aquel lunes de junio amaneció radiante. Eusebio, el Subnormal del pueblo,- así le llamaban por aquellos lares- invitó a Rafael a ir de pastor de cabras y ovejas, a conocer los montes del lugar; en su mochila metió merienda suficiente para los dos.
Rafael disfrutó como un niño. Andaba como fuera de sí. “Será el contagio de la naturaleza que se desborda”, pensó. Hablaba sin medida, como un cartujo en hora de recreación: de su hermano con el Síndrome de Down , de la novia que tuvo durante 4 años y que le dejó un día sin saber porqué, de su entrada en el seminario con más de 24 años, del rollo de la curia y de las peleas de los curas por las parroquias de la ciudad, de su aprecio por la teología de la liberación y de su deseo de irse a las misiones a Guatemala. Eusebio no decía nada. Escuchaba. Como una rapaz que llena el cielo de círculos y de miradas. De vez en cuando se le caía la baba, como los niños que no controlan sus reacciones más primarias.
El bosque de hayas que atravesaban transmitía sosiego y armonía. Una tormenta de primavera rompió toda la calma. En medio del aguacero y de los truenos el ganado se puso nervioso, intranquilo. No paraba de moverse, como una lagartija herida.
Rafael, lleno de pánico, buscó refugio debajo de aquel gran árbol. Eusebio buscó un claro del bosque y ahí aguantó el chaparrón. Una y otra vez gritaba a Rafael que era peligroso estar debajo de los árboles. No consiguió que el cura le hiciera caso, hasta que un ruido estruendoso partió en dos una gigantesca haya. Rafael no sabía donde guarecerse. Agitado, huía de un sitio para otro. Eusebio seguía en el claro del bosque, sin preocuparse del ganado que había perdido de vista. Lo atrajo hacia sí y forzándole le obligó a caerse a tierra junto a él. Los dos quedaron obligadamente abrazados. Como dos hermanos que se quieren bien.
Cuando pasó la tormenta, Eusebio hizo fuego mientras almorzaban y así lograron secar la ropa, después de desbarrarla en la fuente de aguas claras. El rebaño se había vuelto a juntar. Volvía el sosiego.
- Cuando llega la tormenta es mejor no escapar. Hay que aguantar el tipo, Rafa. Buscar un claro y permanecer ahí hasta que escampe. Con miedo, sin duda, pero huyendo no se consigue nada y guarecerse debajo de la gran haya es más peligroso. Yo creo que en la vida pasa lo mismo. Huimos de lo que no nos gusta. De cosas sencillas como de un hermano deficiente, de una mujer que nos dio la espalda, de unos feligreses que no nos escuchan, de una curia que huele a rancio...
- Eusebio, ¿quién te ha enseñado tantas cosas?.
- Yo veo, observo, miro, callo, escucho, hablo a las cabras y a los piornos porque la gente del pueblo me tienen por loco...
- ¿Sufres mucho?.
- Antes sí. Hubo un tiempo en que creí que los míos me iban a internar, porque me volví agresivo y malhablado ante tanta insidia. Ahora, al dejarme por imposible, me siento mejor.Casi como si fuera libre. Voy a lo mío. Escucho lo que creo que no es necio y detesto a los ruines y a los alabanciosos. Cuando paso entre la gente oigo murmullos y les escucho entre dientes: “ahí va el subnormal”; yo les miro como miran los cernícalos, desde mi atalaya de locura, y me río a carcajadas, hasta que les veo a distancia. Lo hago para protegerme. Para que no me dañen.
- ¿Crees en Dios?.
- Mira Rafa. Yo creo que hay alguien detrás de lluvia, alguien que crea la magia de las estaciones, alguien que preña mi rebaño y hace que siga creciendo, alguien que pone leche en sus ubres y da encanto a las flores, alguien que está en el silbar del viento, en la brisa del verano, en el manto de nieve de cada invierno, alguien a quien yo hablo y siento que me escucha, alguien que me dice que yo no soy un subnormal o un malnacido, alguien que me arrulla cuando cada noche el sueño se me resiste y una soledad amarga no me deja respirar y el miedo me agarrota como cuando siento el frío helador en mis piernas... Yo a todo eso oculto, misterioso, sereno, hermoso, cálido, le llamo Dios.
- ¿Nunca te he visto en la iglesia?.
- Ahí no me siento a gusto. La humedad de sus paredes me viene mal al reuma y esos santos colgados de las paredes me dan el mismo temblor que cuando era un rapaz. Desde que llegaste al pueblo he ido mucho días a buscarte a la salida de misa. Me escondía detrás de la chopera, por eso no me has visto. Deseaba preguntarte: “¿Qué cuenta hoy Dios?. ¿Y usted qué ha dicho”, pero me ha podido la vergüenza.
- Me hubiera hecho ilusión contártelo en el bar, con una caña delante, le dijo el cura.
- En el pueblo no te lo hubieran perdonado, por eso creo que ha sido mejor así. Tú eres un hombre bueno. Yo no hubiera soportado que te hicieran daño o que te menospreciaran. Antes hubiera hecho cualquier animalada. También llevo dentro una bestia y si a ésta la envistes, acaba encornando.
El resto del día transcurrió con normalidad. Rafael y Eusebio se rieron, gritaron, jugaron a pelearse y tuvieron tiempo para escuchar el canto tranquilo de los herrerillos y el olor de la tierra humeda. Quedaron en repetir la experiencia.
Sin embargo, Rafael, aquella noche, no lograba esa noche conciliar el sueño. “¿De qué huyo?”, se decía. “¿De qué me he pasado la vida huyendo?, ¿qué trato de evitar?”
Tomado del libro “Desde el corazón y la esperanza”, Editorial STJ, de Barcelona. Valentin Turrado
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