sábado, 28 de noviembre de 2009

Como una estrella acompañando tu firmamento

Te vi sentada en la silla pupitre nada más entrar en la sala. Discreta, como quien se siente de paso. Te vi levantarte a repartir los folios de aquella conferencia que no era la tuya. Te vi gentilmente encender o apagar el interruptor para una visión o una penumbra más adecuada.

Te vi como Jesús vio a Natanael, sentado debajo de la higuera. Ese sí era un tipo cabal, de una pieza, un israelita auténtico, como a ti te gustan. Así me lo dijiste después.

Te vi y te miré. Mi mirada se posó en ti. Como se posan las luces sobre el escenario buscando la imagen deseada. Quiero que sepas que yo no te busqué. Apareciste ante mi como el milagro que hace muchos años dio luz al ciego Bartimeo.

Sí, te vi iluminada. Como una puesta de sol. Como la pintura naif que está llena de colores vivos.

Te presentaste en el comedor con la soltura de quien lo ha hecho cientos de veces.

_ Soy de Madrid, de Chamberí.

- Yo de ....

Para entremés fue suficiente. El zorro del Principito huyó a su guarida. ¡Qué la confianza es mejor de una en una y a paso lento!.

A la hora de la cena brotó, como si en vez del otoño – que tanto te gusta – estrenáramos la primavera, mi pregunta de confirmación:

- ¡Y dominas el inglés?

Tu cuerpo me dijo que te habías sorprendido. A partir de ahí una cascada cadenciosa de sencillas confesiones. Hitos de confianza. Piedras de muro de Berlín derribadas, que diría Benedeti.

El zorro se acercó un poquito más. Observó. Quieto.

Abriste la puerta y me enseñaste tu temblor. ¡Ay, Estrella, quién enseña unas manos temblorosas ha bajado el grueso portón de su castillo hasta entonces inexpugnable!.

Descorchando la botella de vino tinto hablaste del más allá. “ en el cielo tiene que haber vino”. “Y una tortilla para compartir”... “ y una verbena popular donde todas bailan con todos”, añadí.

Tú pones el vino, yo hago la tortilla, y el baile surge espontáneo en torno a una canción de amor, sin poseernos, sin dominarnos, sin desearnos. No te lo dije, solo lo pensé.

-Tengo unos versos para ti, pero siento rubor...

- Yo también tengo algo..

Doblé mi perla preciosa en cuatro partes y la introduje en el cofre de tu bolsillo. Con respeto. Con sigilo. Sin violencia alguna.

Pusiste en mis manos tus dos llaves de plata y me señalaste el camino hasta tu intimidad.

Respiré. Volví a respirar. A Dios le dije gracias con las entrañas. Me sentí un privilegiado.

Al día siguiente recibí tu sonrisa respondiendo a mi invitación:

- ¿Podemos vernos un rato?.

Como el zorro ya se había ido, quedaron dos seres humanos paseando los senderos que inspiraron al poeta del Amado.

“No quiero nada. Solo estar contigo. Mirarte a los ojos. No de lado, como en el comedor. De frente. Quedarme ahí unos instantes. Y saber que Dios está entre ambos. Sin necesidad de la fe. Por pura confianza”.

Te recité de memoria los versos guardados en tu cajita de música: “yo me acordaré de ti”, mientras tú sentías la emoción de las mujeres que un día se miran al espejo y se encuentran que son princesas, eso al menos me pareció a mi. Te encontré algo ruborizada tal vez. Rompiendo una timidez incómoda. Aquella barca tenía cuatro remos.

El tiempo voló como vuelan los colibríes de rama en rama. En armonía. En desnudez. En calma sabrosa. Como siempre que dos personas se encuentran y se sienten casi celestiales.

Me susurraste tu edad en el tiempo y yo mi cumpleaños de ayer mismo.

“Estoy emocionado..”, te balbucí como hacen los niños cuando se encuentran con algo grande, valioso, inesperado, que les deja boquiabiertos.

“Mi proyecto de vida es ayudar a liberar, a aflojar, a ser felices..., pero de uno en uno”, me contaste mientras nos acompañaban los almendros del camino y el cielo de Segovia respiraba aire limpio.

Me permití contarte la historia de aquel político de izquierdas que no creía en Dios porque su abuelo muerto no le había hablado. Tú me contaste que a diario te encontrabas con demasiado dolor y desolación y escuchabas y escuchabas y tratabas de abrir boquetes a la angustia hasta alcanzar el vado de la recóndita armonía.

Artesana del alma. Alfarera de cacharros rotos. Lumbre – permíteme tomar prestado el lenguaje del cántico espiritual – de tantas oquedades.

“He venido a orar”, asentiste. “Yo a estar con El y a desentrañar qué sorpresa me tenía guardada la vida, y Dios en ella, en este fin de semana y... me he topado contigo”, le dije algo conmocionado.

¡Ojalá que aquel huerto hubiera sido el Edén!. ¡Ojalá que el reloj no siguiera marcando las horas!. ¡Ojalá fuéramos ángeles!.

Pero los instantes no pueden ser eternos. El camino hacia la fuente sigue. Para cada uno de los dos.

Nuestras miradas acabaron uniendo nuestros corazones y los corazones provocando un solo abrazo. Largo. Sentido. Inmaculado. ¡Cómo cuando se unen una volcán y una montaña!. ¡Cómo cuando todas las metáforas las sientes ruines y baladíes!.

Muchas veces he pensado que los humanos tenemos que entrenarnos para cuando estemos en la pradera eterna y gozosa y para ello no hay como beber sorbos de cielo.

Seguro que tú has vivido cientos de momentos de estos - ¡y que te queden trillones de ellos y con cientos de personas!- , yo también.

Solo hilé estas palabras para decirte que eso se llama amor del grande o hermandad o amistad o Dios o qué se yo qué.

Lo que no dudo es que fue una oración, como tantas de Teresa y Juan, y que yo me sentí como una estrella acompañando tu firmamento.

Tomado del libro “Desde el corazón y la esperanza”, Editorial STJ, de Barcelona. Valentin Turrado

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