lunes, 12 de noviembre de 2012

LA SOGA DE LA CRISIS

 Foto de La soga de la crisis

Los problemas económicos están visibilizando uno de los mayores dramas sociales a nivel mundial, el suicidio. Cada año, más de 3.000 personas se quitan la vida en España por múltiples causas.

- Teléfono de la Esperanza, ¿en qué puedo ayudarle?
- Estoy desesperado. No veo otra salida que quitarme de en medio.
- Tranquilícese y cuénteme

En ocho de cada cien llamadas atendidas por los voluntarios de la asociación se oyen historias de gente desesperada, que comunica, al otro lado del teléfono, su deseo de morir. Las penurias económicas han incrementado el volumen de este tipo de casos en un 5%. Desde el Teléfono de la Esperanza, hablan de un 90% de eficacia en la resolución de estas crisis. Sin embargo, la mayoría de las personas que piensa en suicidarse no lo comunica previamente.

Cada cuarenta segundos una persona se mata por su propia voluntad. Las estadísticas continúan situando el suicidio como la primera causa de muerte violenta a nivel mundial, por encima de los accidentes de tráfico, los asesinatos y los accidentes laborales. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), cada año se cometen un millón de suicidios y veinte millones de intentos en todo el mundo.

Aunque al contrario que en otros países las cifras ofrecidas por el Instituto Nacional de Estadística muestran que a raíz de la crisis no solo no ha aumentado el número de casos sino que ha disminuido, lo cierto es que más de 3.000 personas se suicidan cada año en España. En 2005, hubo 3.385 casos. En 2008, cuando se inició la crisis, 3.421. Los últimos datos, referentes a 2010, sitúan las muertes en 3.145 (2.456 hombres y 689 mujeres). Pero no son definitivos, porque aún quedan procesos judiciales pendientes.

Comparar éstas con cifras anteriores es complicado, ya que en el pasado se contabilizaban junto con las tentativas. Solo a partir de 2005 se publican tablas específicas de defunciones por suicidio. Y además, en el 2007, se suprimieron los boletines del suicidio, y desde entonces, se obtiene la información a partir de los datos de defunciones judiciales según la causa de muerte. Estos cambios en la manera de medición, unidos a la opacidad del franquismo y al tabú que rodea a estas muertes, hacen que históricamente, la realidad no haya sido reflejada en su totalidad.

En la actualidad, nueve personas se suicidan cada día en España. Concretamente en Euskadi, en los últimos seis años, se ha producido un incremento de más de un 30% en el número de casos. El año pasado murieron 179 personas. Y a nivel europeo, en el 2008 se quitaron la vida 58.000, lo que supone un incremento del 16% respecto al 2007. Desde la llegada de la crisis, los medios de comunicación no han analizado a fondo estas cifras tan complejas y han comenzado a hablar en sus páginas de un tema, hasta ahora tabú, achacando el aumento de suicidios e intentos a la cruda situación financiera. Para Sergi Raventós, sociólogo y miembro de la Red de Renta Básica, existe una relación clara. Una etapa de desempleo prolongada, dificultades económicas, o una orden de desahucio, pueden provocar una depresión que vaya complicándose poco a poco y que puede terminar de esta manera. “De hecho, el 34 % de la gente en paro tiene problemas psicológicos, a diferencia de los que sí tienen trabajo, que es del 16%”, advierte.

No obstante, Raventós es consciente de que las muertes por suicidio siempre se deben a muchas causas. “¿Falta de salidas?, ¿de oportunidades?, ¿poca atención a la gente que sufre?”, se pregunta, y exige “voluntad política” para buscar los motivos políticos, económicos, sociales y sanitarios que actúan como desencadenante.

Carlos Cubero, director del Instituto Vasco de Medicina Legal, considera, por el contrario, que la crisis es simplemente “un factor más” a tener en cuenta. “Relacionarla directamente con los suicidios sería una barbaridad”, señala. Sin embargo, este forense no descarta que “si esta situación económica se agudiza o se mantiene en el tiempo, haya gente que pueda pensar o consumar ideas suicidas”.

Por su parte, Juan Carlos Pérez, autor del libro ‘La mirada del suicida’, indica que no hay que negar o minimizar su repercusión, porque “una situación económica angustiosa puede poner al límite a algunas personas”, pero alerta de que no se está haciendo una radiografía completa. “La crisis es una pequeñísima parte del problema, puesto que el suicidio responde a una constelación de causas”, señala.

Sabe bien de lo que habla. Su padre se quitó la vida hace veinte años, cuando él tenía 27. “Previó la posibilidad de una ruina económica. Era más bien un miedo suyo, porque iba a haber cambios en el negocio, pero no se habían dado”, cuenta. Y subraya que el componente económico no fue el único factor. “Sus problemas de dinero conectaban con su historia, con su manera de verse y con los recursos que él tenía para manejar esa situación de angustia”, explica.

Javier Jiménez, psicólogo clínico y presidente de la Asociación para la Investigación, Prevención e Intervención del Suicidio (AIPIS), explica que se desconoce si la crisis puede ser uno de esos factores, puesto que “en España no hay datos sobre las causas por las que se suicida una persona, únicamente se recogen las variables de sexo, edad, comunidad autónoma, provincia y método por el que se ha suicidado.”

Sin embargo, hasta 2004, en las estadísticas elaboradas por el INE sí venían especificados los motivos. Aunque la mayoría se inscribían en la casilla de “no constan”, las causas se encontraban clasificadas en miseria, pérdida de empleo, reveses de la fortuna, disgustos domésticos, amor contrariado, disgusto del servicio militar, disgusto de la vida, celos, temor de condena, falso honor, embriaguez, padecimientos físicos y estados psicopáticos.

Precisamente, fue éste último, el desencadenante de la muerte de R. A pesar de que ya han pasado 25 años, a su viuda, A., es algo de lo que todavía le cuesta hablar. Habían tenido una fuerte discusión esa misma mañana y después de comer desapareció, relata. Le llamó y le buscó por toda la casa: en el granero, en el desván… ni rastro. El coche estaba aparcado en la puerta. Miró en el corral, inspeccionó las trampillas… Nada. Decidió coger las llaves del taller, aunque ya había comprobado que la puerta estaba cerrada con llave. Pero estaba atrancada por dentro y no podía abrirla. La angustia se apoderó de ella y corrió a llamar a unos vecinos, que la derribaron a base de patadas. Se abrió una rendija y A. se asomó. Desesperada, empujó la puerta y corrió a donde estaba colgado. “Mi afán fue agarrarle para sujetarle y que la cuerda no tirase de él”, cuenta emocionada. Acto seguido se desmayó.

Los que se van

El caso del marido de A., que sufría esquizofrenia paranoide, representa el perfil tipo de las víctimas. La OMS advierte de que el 90% de los casos padecen trastornos psicológicos. Sin embargo, Pérez no está de acuerdo con estos datos. “En lo que yo he recogido, el 80% de los casos de suicidios son neuróticos, un 10% psicóticos, y hay otro margen que se debe a enfermedades crónicas o decisiones más existenciales, al margen de la depresión mayor, la soledad y el aislamiento, que es bastante común en todos los casos”, indica.

Jiménez también pone en duda las conclusiones de este organismo. “Hay un porcentaje muy significativo de gente que no tiene un trastorno psicológico y se suicida”, afirma. Por ejemplo, “yo ahora no tengo idea de suicidarme, pero imagínate que estoy felizmente casado y tengo dos hijas y me dicen que se acaban de matar en un lamentable accidente. Y estoy ahora mismo en un noveno piso y cojo y abro la ventana y me tiro. Hace un minuto no tenía ningún trastorno psicológico, pero me dan esa noticia y no te puedo decir con total seguridad que no quisiera suicidarme”, confiesa.

Como ejemplo, relata el caso de una madre que estaba en la piscina con sus dos hijos pequeños. Se despistó un momento y los dos se ahogaron. Ella se consideró culpable de su muerte y automáticamente se ahogó. En la nota de despedida dijo: “no quiero seguir viviendo en este mundo sin mis hijos”.Pero este psicólogo indica que el desencadenante más frecuente es la ruptura de pareja. Aunque deja claro que no a todo el mundo le afecta de la misma manera: “depende de los problemas que vaya acumulando, de la red de apoyo socio-familiar que tenga y de su autoestima”. Aunque cada caso es distinto, los expertos coinciden en que tienen en común que “están sufriendo tantísimo que prefieren morir que seguir viviendo así”, explica Jiménez.

Los que se quedan

Cuando R. se suicidó, hacía 25 días que se negaba a tomar su medicación. “Es una lucha tremenda. Ellos no están enfermos, creen que los que estamos mal somos el resto”, indica A. R. sufría, pensaba que le perseguían, que en el pueblo iban a por él. “¡Han puesto una cruz en el campanario de la iglesia y allí es donde me van a colgar!”, gritaba. Una noche, rompió a llorar. Entonces, A. se dio cuenta de que se trataba de algo serio y le llevó a varios especialistas. Fue diagnosticado de esquizofrenia paranoide y comenzó el tratamiento. Tres largos años sin capacidad de trabajar ni de hacer nada. “Tuve que pedir que no llamasen por teléfono porque se desquiciaba. El médico me pidió que quitara tijeras, cuchillos y otros objetos de su alcance”, recuerda. “Vives con mucho miedo, porque en cada momento que no estás no sabes qué te vas a encontrar al volver a casa. Yo necesitaba trabajar y sacar adelante a la familia. Era imposible, no podía convertirme en su sombra”, explica agobiada.

Después de su desaparición, un fuerte sentido de responsabilidad invadió a A. “Te sientes culpable, te preguntas qué es lo que no has hecho bien, qué no has entendido, cómo no lo has podido prever”, relata. “Mi suegra me recriminó que era culpa mía, por mi carácter. Creo que buscaban culpables”, critica. También estaba enojada. “Le pedía que me hubiera dejado irme a mí y que se hubiera quedado él aquí, le decía que cómo había podido hacerme eso”, recuerda. Y además, sufrió una terrible sensación de abandono. Cuando su marido se fue, a los 38 años, A. tenía 36 años y tres hijas, de 12, 9 y 4 años.

El padre de Pérez llevaba unos meses con insomnio, con una cierta angustia, tenía previsto empezar una terapia psicológica porque estaba pasando una mala racha. “No nos dimos cuenta de que estaba pasando una situación tan crítica. No había disparado los niveles de alarma suficiente como para pensar que era algo más que ansiedad”, confiesa el sociólogo. Toda esta mezcla de sentimientos de culpa, de no haber hecho lo suficiente, también de incomprensión, de rabia, de duelo… tienen como resultado el silencio, señala Pérez.

Desde el círculo más inmediato, hasta los medios de comunicación, la sanidad, la justicia… “todo el mundo mira hacia otro lado”, denuncia. “Es algo de lo que voluntariamente no se habla, porque los familiares temen prejuicios o posibles comentarios hirientes, pero la sociedad lo ignora de muy buen grado”, apunta.

A. asegura que estuvo los nueve primeros meses tan mal que no era capaz de hablar con sus hijas. “Ellas no han querido nunca hablar de ello. Probablemente no me quieren ver llorar más”, intuye.

Además, Pérez explica “lo difícil que es encajar una muerte de este tipo”. Define a su padre como un hombre trabajador, responsable, cumplidor, que llevaba adelante su propio negocio, que había dado una buena vida a toda la familia, con una mujer que le quería, siete hijos… “No sabíamos de dónde salió. Nos dejó sin herramientas para entenderlo”, dice apesadumbrado. “Hay preguntas que nunca se responden. Yo me he hecho mi composición, pero nunca lo sabré”, explica. A. reconoce que sigue albergando dudas. “Nadie puede imaginar el tiempo que busqué una nota o algo. Revisé todos los cuadernos de su taller, pero nada. Buscaba una explicación, que me dijera algo. Pero R. siguió tan mudo como siempre. Jamás se expresó ni por escrito ni verbalmente”, sonríe.

Cuando su padre se suicidó, Pérez tenía 27 años y ya estaba fuera de casa, por lo que a su madre y a sus dos hermanos pequeños que vivían con él les tocó la parte más dura. Por eso, decidió escribir ‘La mirada del suicida’, con el propósito de darles respaldo y comprensión. “Quería poner en algún lugar lo que teníamos en esa especie de limbo e intentar aliviar un poco el dolor que todavía estaba generando, porque eso no acaba nunca”, asegura. También lo hizo por las nuevas generaciones, para que no se convirtiera “en un secreto de familia, en algo inabordable”, sostiene.

Tanto Pérez como A. coinciden en que la única manera de afrontar una pérdida de ese tipo es con ayuda profesional y hablándolo con los familiares y amigos. “Que no se quede oculto tras una losa de silencio, porque intentar hacer como que no ha sucedido, ignorarlo y silenciarlo no es el camino”, insiste Pérez. A. cuenta que buscó ayuda en seguida. “No quería que esa situación se apoderase de mí e hiriese a mis hijas. Necesitaba reaccionar lo mejor posible para no hacer de lastre para ellas, que ya bastante tenían. No quería que me vieran llorando por los rincones”, cuenta, y cree que el hecho de tener a sus hijas le ayudó a tirar para arriba. “Pasé mucho miedo temiendo que me pasara algo y dejarlas solas, porque no vi que nadie las cobijara”, dice con dureza.

Pero a día de hoy, A. da gracias porque la vida le ha ido bien. Es una mujer fuerte y luchadora. “He podido remontar, he encontrado un hombre maravilloso, que creo que es lo que él me ha mandado para que me ayude a salir pa

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