miércoles, 12 de diciembre de 2012

DE ÉSTA VAS A SALIR

Relato perteneciente a la colección de “relatos telefónicos” “BEBIENDO LÁGRIMAS”. (Hacemos constar que lo que aquí se narra es absolutamente ficticio y que cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia)

¡Mabel, Mabel!. Fue su nombre el que esta noche me despertó sobresaltado. Su nombre y sus lágrimas. Sus confesiones al otro lado de la línea entre sollozos y lamentos me han dejado conmovido. Es manifiesto que aún me quedan lecciones por aprender y que las llamadas del Teléfono de la esperanza no las puedo llevar a casa junto con mi portafolios. Además, ¿cómo sabes su nombre?, me preguntarán los sabelotodos de las normas establecidas. “¿No te has dado cuenta de que no se puede simpatizar – cargar con el dolor del otro- con el que sufre?. ¡Hay que empatizar, distanciándose prudentemente del malestar ajeno!”.

Sí, sí, es verdad, tenéis razón. Las llamadas son anónimas, confidenciales, con las que hay que mantener una sensata distancia. Hoy no me dio la gana y quise saltar los límites establecidos, aquellos que marca la prudencia y la cordura. Quise ser insensato. No me juzguéis con acritud. Tan sólo pretendí bañarme en sus lágrimas y saber si eran saladas y amargas. Para curar mi propio dolor. Que lo hay, que lo hay.

Os diré que quedé emocionado, sin romperme. La muerte de su marido hace un par de años. Los desprecios de sus padres: “¡más te valdría no haber nacido!.¡mejor un aborto que tú!,.¡Vete de nuestra vida!”. La distancia obligada de sus hijos. Y esa soledad hiriente, sangrante, hosca, sucia, fea, vomitiva. ¡Dios, como no enternecerse!.¡Cómo no comprender que eso conduce a una depresión casi segura, a un insomnio permanente, a un vacío negro, suicida!. Algunos me dirán que mi estallido emocional se ha debido a mis pesadumbres internas sin resolver y que al escucharlas han hecho de espejo para mí, provocándome sarpullidos en el alma. Nada me cuesta deciros que arrastro residuos dolorosos, malolientes, nauseabundos, que han llenado de incienso putrefacto la habitación en la que escuchaba.

Me contó que escribía su carta de despedida, con un par de renglones ya emborronados de ansiedad: “Que nadie se sienta culpable de mi adiós. ¡Es que no aguanto más!.Mamá, aunque nunca me hayas querido, tú no has sido la causa ni ninguno de mis hijos. Sé que os costará comprenderme...”.

¡Mabel, Mabel!. Me dijiste que te hacía bien oír tu nombre en alto, tu nombre susurrado con calidez, hasta con aprecio y un poco de ternura. Fue por eso por lo que quise saberlo y deletrearlo. Que te transmitía un sorbo de paz y de sosiego. “¿Cómo puedes quererme en la distancia?”, me dijiste. Te dije que no sabía cómo, pero que a veces suceden cosas mágicas, maravillosas, como una especie de milagros y te ves envuelto en una ternura que no elegiste, que es bonita, agradable, inmensamente humana. Algo fuera de lo común.

“¡Bebe, bebe agua, para que podamos seguir hablando y abrir un espacio que no esté encapotado!”. Todos tenemos un cielo delante de nosotros; lo que ocurre es que está oculto, tapado entre nuestros lamentos y nuestros pesares. Un lugar que hay que abrir paso en medio de la niebla, la oscuridad y la pena. Por eso te pregunté por las nubes de tu firmamento, nubes que no fueran de algodón, nubes de colores, de vida, de salud. Ahí apareció tu médico de cabecera y la urgente necesidad de que él te ajustara la medicación y te remitiera a salud mental, sin miedo y sin rubor. También surgió tu vecino, ese hombre atento y educado que siempre te pregunta: “¿Cómo estás, guapetona?. Si necesitas algo no dudes en llamarme”. Amanecieron los resortes internos que en otras ocasiones de zozobra te han servido, tus fortalezas: arreglarte, ponerte mona, salir de casa, decirte mantras lindos al oído, desearte cosas buenas. Como una nube grande, preciosa, se destapó tu fe en un dios pequeño, pero compasivo y todas tus plegarias a borbotones, esas súplicas que siempre te han traído consuelo: “¡Ayúdame, oh Dios, a estar bien!”. Poco a poco el cielo se fue despejando, aclarando, azulando al ritmo pausado de la plegaria rítmicamente repetida, como una oración incansable de Taizé. “¡Ayúdame, oh Dios, a estar bien!”.

Más que una conservación aquello parecía una oración inesperada.

Ya sé que en el Teléfono de la esperanza somos aconfesionales. No hace falta que me lo recuerden los estatutos. Mabel necesitaba a Dios, por eso se lo puse delante, se lo desvelé, por eso y porque su letanía de desahogo le daba calor. Que no todos tenemos las mismas claraboyas.

“¡Mabel, Mabel!”. Sería iluso pensar que un diálogo de algo menos de una hora vaya a arreglar la vida a nadie o a enjugar todas las lágrimas reprimidas.

“Soy servicial, atenta, cariñosa y guapa, ¿sabes?. Siempre me lo dicen todos. Me lo digo yo. Parece que tú mismo te has dado cuenta de ello. Ser así no me ha servido. Tal vez a partir de ahora”.

Le sugerí escribir otra carta. No de agravios. No de olvidos. De posibilidades. Aperturas. Ruegos. Citas. De vida. Una carta que comenzara por: “¡Mabel, de ésta vas a salir!..”.

“Nada más que cuelgue, aunque moje el papel con mi dolor y mis sollozos, lo voy a hacer. Lo voy a hacer. Por mí. Por mí. Por mí...”.

Sí, escríbela por ti y por mí, también. Los estudiosos freudianos dirán que llevo un salvador conmigo y les diré que aciertan. Ya lo sé, ya lo sé... pero que Mabel salga de ésta y despegue, despegue....

“Aunque no sé como te llamas, me quedo con mucho de ti. He sentido que estabas a mi lado hablándome, acogiéndome, amándome.. y que sin conocerme ya me conoces del todo. ¿Eso cómo se llama?. ¡Cómo agradecerte toda la fe que has puesto en mi, toda la esperanza que has despertado entre mis manos!. Gracias, gracias..”

Vuelvo a mis cosas de cada día. A fregar los platos y pasar el aspirador. A escuchar a Alejandro Sanz e Ismael Serrano. A ensayar tímidamente otro poema de luz. A abrir el correo del ordenador. A enjugar mi propia congoja y escribir en mi amable diario. A recordarte, Mabel, Mabel.

Valentín Turrado Moreno

Voluntario del Teléfono de la Esperanza

No hay comentarios: