viernes, 26 de marzo de 2010

"UN DOBLE VIAJE" I PARTE

Salimos de la casa de renta en la calle Salvador Allende, aunque todo el mundo la conoce por Calle Reina, en Centro Habana. Mi amiga Piki estaba como un niño con zapatos nuevos y verdes, porque ella siempre viste de verde. No sé muy bien si es por su origen rural, por conservar un carácter esperanzado y joven a pesar de su madurez bien llevada, o porque "para el gusto se hicieron los colores".

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Rebosaba de alegría y vitalidad por todos y cada uno de los poros de su piel aquella tarde de un tórrido día de agosto del 2008. Pensábamos atravesar Cuba a lo largo de su silueta bananera, o sea, de occidente a oriente y para ser más exacto de La Habana a Santiago de Cuba.

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De puntillas y al borde de la acera mi amiga Piki levantó su mano y su voz pidiendo un "bicitaxi" que pasaba por la acera de enfrente. Esos vehículos de transportes son unos artilugios de tres ruedas, híbridos de bicicleta, triciclo y discoteca ambulante. Llevan bajo el asiento de los clientes un equipo de música muy bien pertrechado y adornado de colores y fotos de cantantes para disimular la batería de coche que les sirve de alimentador eléctrico a la discoteca.

Montamos al artefacto rodador con dirección a la terminal de ferrocarriles de la Habana. El taxista, un hombre de mediana edad, bajito pero fuerte y con una musculación de hierro en las piernas, pedaleaba a ritmo de la melodía que estuviese sonando en el momento, claro que él con un gran sentido práctico, iba cambiando las músicas según ascendiese o descendiese las calles. Para las subidas boleros, para las bajadas casino, que es como los cubanos llaman a su salsa musical.

Estuve a punto de no subir a esa cosa tan chica, de tan poco lugar, con lo espacioso que se va en las "maquinas americanas" pre-revolucionarias, que aún hacen funcionar los cubanos no sé por qué arte de magia mecánica. Pero como me había propuesto no crearle ningún tipo de problemas a mi querida amiga, le dejé toda la iniciativa durante el viaje, era un viaje en su honor, tenía que ser a su gusto, y su gusto consistía en vivirlo a lo cubano, como mandan los cánones revolucionarios, nada de privilegios turísticos. Durante el trayecto, cada vez que el susodicho artefacto cogía un bache, y las calles de La Habana están llenas de ellos, una maleta, caja o bolsa, decidía abandonarnos.

-¡Pare, pare! - gritaba mi amiga al triciclista que continuaba ensimismado dándole a los pedales al ritmo de salsa o bolero según correspondiera en ese momento.

Por fin llegamos a la estación un poco magullados, nosotros y las valijas. La estación tenía un aire colonial, decadente, como toda la parte histórica de la ciudad, dando la impresión al viajero cuando llega, de haber sufrido un bombardeo la semana anterior. Entramos a un gran vestíbulo donde se hacinaban cientos de viajeros en estado de espera. El calor era insoportable, no tanto por la temperatura de 38º, según marcaba un panel informativo situado al fondo de la sala, sino por la humedad relativa del aire de 85%, según marcaba el mismo panel de manera alternativa. Los nativos lo soportaban con el mismo estoicismo que soportan al Régimen, con resignación y una toallita diminuta para secarse el sudor.

La gente se dividía en dos grupos, los que esperaban sentados sobre unas bancadas de plástico negro, colocadas en formación militar, mirando hacia unos televisores que les lanzaban consignas revolucionarias alternadas con telenovelas brasileñas o Venezolanas, y por otro lado estaban los que hacían colas interminables. El resto eran niños que correteaban por los pocos espacios libres o policías de servicio.

Se respiraba un olor espeso a humedad y sudor. Todo el mundo parecía saber lo que hacía allí o lo que debía hacer, menos nosotros. La información que sobraba referente a la temperatura y humedad ambiental, que era fácilmente comprobable por nuestra piel, faltaba en el servicio de salidas y llegadas de la estación. Mi amiga iba de acá para allá intentando sacar alguna información sobre el lugar de salida de nuestro tren, la hora no, pues sabíamos por el billete que era a las 19 en punto. Yo esperaba con paciencia y cierta desazón junto a los bultos. Nos debió ver en este estado uno de aquellos guardias de la Revolución que pululaban por allí, se acercó a mi amiga que era la que le quedaba más cerca para preguntarle:

- ¿Tienen algún problema, les puedo ayudar en algo?

Piki dibujó una sonrisa de oreja a oreja en su cara, como si se le hubiese aparecido un ángel, pero sería en este caso uno de los ángeles de Machín, porque era un mulato uniformado de rompe y rasga. Como ella parecía no salir de su "experiencia religiosa", según se adivinaba en la expresión de su cara, y como entró en una tartamudez paralizante, tuve que ir al quite por la cuenta que nos tenía.

- Pues sí, no sabe como se lo agradecemos. El problema es que no encontramos información sobre el andén de salida del tren de Santiago y ya faltan veinte minutos para su partida.

- ¿Tendrán ustedes el boleto? me dijo.

- Si, si, mire, le contesté a la vez que se lo entregaba para que lo examinara.

- ¡Pero si no lo tienen confirmado!

- ¿Cómo? Lo compramos hace dos días y nadie nos dijo nada sobre que hubiese que confirmarlo.

- En nuestro país antes de montar en un medio de transporte hay que confirmarle a dicho medio de transporte que se sigue queriendo hacer el viaje, de lo contrario no les dejarían subir al mismo. ¡Miren! esa es la cola de confirmaciones.

Yo no sabía qué hacer, pues mi amiga Piki no se daba cuenta de la situación, seguía con su "experiencia religiosa" mirando al angelote de Machín, y yo la única experiencia que había tenido sobre confirmaciones fue ante el obispo, en la parroquia de mi pueblo, a los catorce años. La cola era tremenda, la más larga de todas, llegaba hasta la puerta de salida de la estación. Yo ya pensaba que no había solución, nos quedábamos en tierra, seguro, ya no valía la pena intentarlo, esa cola era por lo menos de hora y media.

De repente el apuesto guardián de la Revolución se dirigió hacia el inicio de la interminable cola revolucionándola por completo. Se colocó el primero sin hacer caso del enfado generalizado que provocó, y si alguno levantó algo más la voz le hizo un ademán de extracción de porra y se silenció de momento.

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Mientras tanto yo le decía a mi amiga:

- A nosotros nos está solucionando la vida pero ¿No te parece un tanto injusto lo que está haciendo?

- Bueno, no tanto, si lo miras desde el punto de vista de que nosotros no teníamos información y los nativos sí, entonces eso nos convierte en la parte débil y la Revolución siempre está de parte de los débiles.

Yo ante argumento tan contundente sólo pude contestar:

-Si tu lo dices, que eres la experta en revoluciones...

El guardia nos llevó a una zona del vestíbulo más privada, tras unas columnas, para entregarnos los boletos confirmados. Se los entregó a Piki, después nos dijo donde se encontraba la cola de embarque de nuestro tren.

Ahora el que sonreía era el guardia, miraba unas veces para mí y otras para mi amiga, como los perrillos cuando esperan la golosina de manos de su dueño.

Como no se marchaba y ya nos habíamos despedido dos veces y otras tantas le habíamos agradecido su gesta, yo que soy más prosaico que mi compañera de viaje la mandé adelantarse con las maletas y así aproveché para despedirme una tercera vez, pero en esta ocasión mi mano portaba un billete de diez pesos convertibles. Él con un resorte en su mano, habiendo soltado la mía, la introdujo en su bolsillo y se marchó por donde había venido.

Decidí no comentarle nada a mi amiga. ¿Para qué desilusionarla?, seguramente no me creería, y si lo hacía me diría:

-"En todas las familias hay un garbanzo negro, y los suele haber porque hay personas como tú que los corrompen. Así que decididamente era mejor dejarla de momento con su idilio estético-revolucionario.

Relato de Rafael de Tena.

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