POR ALEJANDRO ROCAMORA BONILLA.
PSIQUIATRA Y MIEMBRO FUNDADOR DEL TELÉFONO DE LA ESPERANZA
Juan tiene veintisiete años. A los dieciséis, al terminar la enseñanza obligatoria, estuvo unos meses trabajando de reponedor en unos grandes almacenes. Pero lo dejó a las pocas semanas: “Allí me sentía explotado”, dijo. Ahora vive con los padres, tiene la comida puesta todos los días, una paga semanal y la posibilidad de conectarse a Internet. Afirma que los padres le dan “la paliza” para que organice su vida, pero él trabajará cuando lo desee. No todos los jóvenes actuales participan de las características de esta Generación Ni-Ni (no estudian, ni trabajan, ni tienen intención de hacerlo). Las razones que se pueden señalar como origen de la Generación Ni-Ni son múltiples y complejas.
El hecho de haber nacido y desarrollado en una sociedad sin privaciones ni penurias ha favorecido la aparición de una generación con miedo al fracaso. Lo han tenido todo (comida, estudios, ropa de marca, etc.) pero no han sabido saborearlo. Estos jóvenes tienen pánico a la frustración y por esto son pasivos e indolentes. Su reflexión es algo así como: “Si no estudio ni trabajo, no fracaso”. Pero, añado yo, desgraciadamente tampoco podrán saborear la satisfacción del triunfo.
Estos jóvenes han tenido, generalmente, padres muy trabajadores (“han vivido por y para el trabajo”) pero también han percibido que ellos no eran felices. Incluso a veces han sentido su frustración y fracaso como personas. Por tanto, piensan: “¿Para qué luchar tanto, si al final esto no te asegura la felicidad?”
La situación actual desgraciadamente no ayuda, pues la precariedad en el empleo y el temor de ser “menos que los padres” pueden llevar a estos jóvenes a tirar por la calle de en medio: ni trabajar, ni estudiar.
Los jóvenes de hoy son productos de una educación demasiado permisiva y excesivamente “tolerante”. Son los primeros “hijos con la llave al cuello”, la generación en la que tanto el padre como la madre trabajan fuera de casa, de manera que los niños son cuidados por los abuelos o se pasan todas las tardes viendo la televisión.
La solución no es fácil, pero existen medidas preventivas para evitar que nuestros hijos formen parte de la Generación Ni-Ni.
Es mejor ser un mal original, que una buena fotocopia. Lograr ser uno mismo permite llegar a ser grande, mucho más grande que si imitaras al más famoso de los famosos.
También es importante educar en valores. Lo importante no es la fachada sino lo que está dentro. Debemos esforzarnos por ir robusteciendo en los más jóvenes lo que son, no lo que tienen. Así los valores de la solidaridad, el compromiso, la honradez, la tolerancia, por ejemplo, están por encima de poseer un gran coche, ir de vacaciones al Caribe o comprarse unas zapatillas de marca. Lo primero es lo esencial, lo segundo es lo accidental.
Educar para superar la frustración es una “receta básica” para el buen funcionamiento de la familia. Así como existe una vacuna contra la meningitis y otras enfermedades, deberíamos aprender a ‘vacunar’ a nuestros hijos contra la frustración. ¿Cómo? No protegiéndoles de tal manera que parezca que viven en el paraíso terrenal: nada se les niega (todos los caprichos están a su alcance), todo se les permite. Un buen objetivo será no exigir más de lo que el niño pueda dar. Él mismo debe ir aceptando sus propias limitaciones, no como un defecto sino como su realidad, que le puede producir felicidad y bienestar.
Antes, cuando dos jóvenes se presentaban, era frecuente preguntarse: “¿Estudias o trabajas?” En la década de los ochenta, la pregunta se amplió: “¿Estudias, trabajas o te drogas?” Hoy muchos contestarían: “Ni estudio, ni trabajo”. Es la Generación Ni-Ni. Nuestro esfuerzo debe estar dirigido a que se vuelva a la primera cuestión. Sería un indicador de la buena salud de nuestra juventud.
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