sábado, 27 de febrero de 2010

Hasta que se dio cuenta!

Aquel hombre llamaba la atención. Por su pulcritud. Por su control. Por su saber tantas cosas hacer bien. Por su valía demostrada siendo a penas un rapaz. Sus padres le enseñaron a ser el mejor. El más listo. El más capaz. El que antes llegaba a la meta. El que primero devoraba la comida.

Aprendió a exigirse mucho. A no fallar. A trabajar sin descanso, siempre algo más que los demás. A sacrificarse en pos de un listón siempre alto, siempre excelso.

Le enseñaron a jugar para ganar, para competir. ¡Qué es eso de que lo importante es participar!. Ese batallón está lleno de fracasados, de derrotados. Los triunfadores están en otro equipo, tienen otro calaña, otra capacidad. No se quejan, avanzan, tiran par adelante. Aunque sea de rodillas.

Y si las cosas no les salen bien se cabrean, gritan, aprietan los dientes y a intentarlo de nuevo. ¡Qué el mundo no está para dejarse caer!. La cabeza bien alta, que se note que nadie puede meterse contigo, porque eres fuerte, eres duro, eres frío y si te enfadas tienes muy mala leche.

Así fue durante años. Su mujer le adoraba. Decía que no había hombre como él. Su marido la depilaba, la arreglaba los zapatos, cocinaba como un gourmet famoso, y sabía todas las estrategias para conseguir que sus hijos obedecieran o no se dejaran comer la merienda y muchas cosas más.

En el trabajo sus compañeros poco a poco se fueron distanciando. No soportaban sus frecuentes críticas, sus palabras muchas veces cargadas de razón, pero siempre faltas de ternura, sus juicios inapelables, sus jornadas laborales interminables. Nadie trabajaba como él, Nadie cumplía como él. Nadie controlaba todos los resortes como él.

Sus amigos fueron menguando de forma alarmante. Le ponían disculpas. Le daban largas. Lo cierto era que no querían estar con él, que se sentían incómodos ante una persona tan capaz y tan perfecta. En broma, le decían con frecuencia:

- Solo te queda que mear champán.

Sus padres estaban orgullosos de un hijo tan competente, tan bien situado. Sus hermanos pasaban de él. Preferían ir reduciendo los encuentros familiares bajo cualquier disculpa.

Sus tensiones las iba descargando con las visitas semanales al fisio y el duro deporte al que se entregaba todos los sábados. Aún así, mientras dormía, sus piernas golpeaban con fuerza las sábanas y el colchón, como descargas inconscientes, de un mundo rígido y constreñido. Tenía los dientes desgastados de tanto apretarlos y los puños los contraía con cierta facilidad.

Pero iba tirando. Sin darse cuenta del circulo cerrado en que estaba metido. Sin ser consciente de sus propias miserias y rigideces.

Un día su hija adolescente le hizo saltar todas las alarmas.

- Papá, me voy de casa, dejo de estudiar. No soporto tantas normas. Me siento en casa asfixiada. Me ahogo. He intentado muchas veces hablar contigo, pero es imposible. Tú solo sabes de sobresalientes, de horarios rígidos, de orden en las habitaciones, de trabajar y trabajar y trabajar. Yo aquí no aguanto más.

Aquel hombre se sintió sorprendido.

Aquella noche su mundo perfectamente colocado se le vino abajo, como se vienen abajo las casitas de arena en la playa. Y sin red alguna. Su mujer, casi por primera vez, le vio llorar como un niño asustado, inquieto, vacilante. El no entendía lo que había fallado. El que había trabajado de sol a sol por su hija, que le había dedicado sus mejores estrategias y sus teorías más avaladas desde siempre.

Fue tal la presión y el fracaso que sintió dentro que el médico le dio la baja por una temporada. El paseaba taciturno, sin esconderse de los vecinos que murmuraban que qué le pasaba a aquel hombre que era tan duro.

Las discusiones con su mujer se hicieron más frecuentes. ¡Parecía que por primera vez ya no se entendían y ni siquiera tenía interés en hacer el amor los sábados por la noche!.

Empezó a leer libros de autoayuda, como El caballero de la armadura oxidada o El Principito, a conocer técnicas milenarias de conocimiento como el eneagrama o tirarse cada mañana las cartas de Osho, en busca de luz, de sosiego.

Dejó de tenerlo todo claro. Empezó a dudar. Ya no sentía miedo de dejar algunas cosas descolocadas. Ya no hablaba ex catedra. Parecía que se hacía un ser humano.

Abandonó a fase de lágrimas, de noches de insomnio, de palpitaciones frecuentes, de mirar los niños jugando en el parque, de ratos de meditación, las cosas perfectas, los trabajos perfectos, las comidas perfectas, las palabras perfectas y se sintió algo más libre, como más fresco y espontáneo.

No era extraño verle leer poesía de León Felipe o de Mario Benedeti y un viernes por la tarde, con la puesta de sol, se puso a hacer el tonto, a jugar como los peques, a reír como los payasos, a cantar como los locos, a brincar como los beodos y quemó en su estufa del salón las viejas ideas fijas, los estallidos de ira y esa cara fría, distante, juzgadora y enigmática que desde siempre le había acompañado.

Su hija tardó en volver a casa. Tanto como él en salir de ese mundo de círculos de piedras concéntricas.

Pero un día ella regresó y encontró a su padre haciendo el pino en el pasillo, después de hacer pelotitas con el periódico del día.

Hace diez años de todo eso.

Cuando le sigue asaltando a su mente el deseo de un mundo perfecto y cuadrado en el que antes vivía, entonces él se pone el viejo disfraz de payaso, de gamberro y sale a la plaza de la catedral a dar saltos y gritos y reírse a carcajadas, hasta que los municipales le invitan a irse para su casa.

Algunos dicen que se volvió loco, pero él siente que nunca fue tan cuerdo, tanto que un día en la plaza mayor se encontró con una chica disfrazada de payasa, de gamberra. Al llegar a su lado descubrió que era su hija, que también tenía necesidad de dejar atrás su mundo aprendido de perfecciones y enfados.

Aquella vez, sí, juntos, volvieron para casa, abrazados como dos borrachos perdidos.

 

ENVIADO POR VALENTIN TURRADO.

No hay comentarios: