Ella había visto muchas películas de amor, de esas que acaban con un cálido y hermoso beso final y en las que la vida aparece azul y solo llena de primaveras. Era una mujer vital, hermosa y con infinitas ganas de vivir. Le encantaban las novelas con encuentros mágicos y príncipes encantados. Sisí, la emperatriz del Imperio austro húngaro era su preferida. “¡Ojala algún día sea la protagonista de esos dulces sueños!”, se decía en cada anochecer.
El militaba en el partido. Era un hombre exigente, cumplidor, responsable, un adicto a la justicia. Tan atareado estaba con sus reuniones, asambleas y manifestaciones, que apenas le quedaba tiempo para él. Unas vacaciones, una película de cine, una cena de restaurante, nada de eso se lo podía permitir su rigor ético. “¡Qué puede haber más importante que la militancia obrera!”, recordaba en sus momentos malos. Su vida entera estaba dedicada a la clase trabajadora y al estudio.
Se encontraron en la Asociación de vecinos del barrio bajo la pancarta que abría la protesta: “Queremos una Casa de cultura ya”. Sus miradas se cruzaron de improviso, como se cruzan dos mariposas en el cielo, y ya no dejaron de mirarse en toda la tarde y mucho más. Ella, cautivada por su fuerza y su integridad; él, impresionado por sus ojos azules, su cara sonrosada y su vestido de colores.
¡Cuántos largos paseos desde entonces por la Ribera amarilla del río!. ¡Cuántos abrazos, cuántas miradas, robadas las más de las veces a la conciencia ética impuesta de él y la timidez del corazón de ella!. ¡Qué lindos los versos que juntos escribieron en las tardes de domingo, mientras se comían un helado de manzana!.
Cuando el lunes de Pascua en la pradera de margaritas ella le pidió el amor, él le habló de su reunión en la facultad . Cuando ella abrió los botones de su blusa amarilla, como quien enseña un tesoro, él le lanzó un chagüite sobre el consumismo y el hedonismo social imperante . Al ofrecerle su piel blanca, pálida, tierna, enamorada, mientras la luna llenaba el cielo de perfumes de violetas y jazmines, él le dijo que esperase y tuviera paciencia, que le ayudase a redactar el panfleto de la manifestación del día siguiente y que no se dejara llevar por el descontrol de los burgueses y la pasión cautiva de las adolescentes.
En ningún momento se atrevió a contarle su miedo a lo desconocido, su sentido de culpa arraigado desde la niñez, él que se declaraba un ateo convencido, y la inseguridad que le producía que lo suyo acabase en una decepción más. Ella se quedó desconcertada y triste y susurraba desesperada: “Quiero entregarme a quien amo, y eso solo puede ser bueno”. “Porque te amo, tenemos que esperar, llevamos poco tiempo”, le dijo él también llorando y confuso, como quien es incapaz de salir de un laberinto oscuro y que además no lo ha elegido.
Las cosas empezaron a ir mal en una pendiente imposible de frenar. El, absorto en el partido, en los comités y en las asociaciones ciudadanas y con un mar de deseos reprimidos. Ella, esperando, sin saber bien a qué, a sus libros, a sus películas, a sus poemas y a sus sueños.
A los pocos días él rompió con ella como rompen las olas contra los acantilados, de una forma salvaje y abrupta, con los versos de Ernesto Cardenal dejados con altanería en el contestador del móvil:
“Al romper, los dos perdemos.
Pero tú pierdes siempre más que yo.
Nadie te amará como yo te he amado,
Pero yo amaré a otras como te he amado a ti”.
Ella se quedó con las ganas de llamarle “hijo de...” y otros muchos y desagradables insultos. No entendía nada y menos aún su alma de adolescente romántica,
pero aquella misma noche se marchó con el vecino del quinto y se emborrachó de vodka para no pensar y no sentir y dejarse hacer sin amor lo que un día quiso hacer con amor. Cuando él se enteró sintió la absurda satisfacción de su acertada decisión de dejarla.
El, decepcionado con el partido, por tantas intrigas y tantos empujones para repartirse puestos electorales, se decidió por una terapia exigente. Ella vivió largo tiempo en el infierno de la depresión, trabajando un par de años en el Cabaret “Paris dans le nuit”. Estudió sicología, buscando deshacer los hilos revueltos de su madeja interior. Y no le fue mal.
Solo en las noches de insomnio, cuando la realidad se hace más dura, pero es limpia y estrellada, ella le recordaba como un espejismo y, dejándose llevar por la melancolía, se decía, aunque cada vez más bajo: “¿Por qué la vida nos ha separado?. ¿Por qué no estamos juntos?. Yo le amaba”.
El, en el pub de la esquina dorada, maldecía su mala suerte, repitiendo un mantra de fatalidad: “la razón nos separó, la razón nos separó”.
“Y el miedo y otras cosas”, le recordaba su amigo Fidel , mientras le acariciaba su espalda con una palmada amorosa.
ENVIADO POR VALENTIN TURRRADO.
1 comentario:
¡Bravo! Es una historia triste,pero reveladora de la sinrazón de la razón.Me he identificado mucho con ella.A veces queremos cambiar el mundo y no somos capaces de cambiarnos un poquito a nosotros mismos.Por lo tanto estamos condenados a la infelicidad nuestra y de los sers queridos que nos rodean.Felicidades al autor. ¡Chapeau por la sensibilidad con que cuentas la historia!
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