sábado, 13 de febrero de 2010

Ella y el bueno del Sr. Cura

Mientras se dejaba hacer el amor, ella evocaba aquella cara dulce, aquel hablar sereno, aquella mirada sincera.

- ¿En qué piensas?, le susurró su marido.

- En lo mal que está el mundo.

Como le iba a decir que ella, cristiana de toda la vida, catequista de niños de comunión, estaba enamorada del Cura de la Parroquia. Como contarle que al verle decir misa sentía deseos insospechados, deseos solo expresados a su diario íntimo. Como decirle que sus besos de paz en tantas jornadas festivas llevaban la más tierna de las caricias y sus miradas, ¡qué se yo lo que llevaban sus miradas tanto tiempo reprimidas!

“Deseaba al cura”, esa era la verdad simple que ella adornaba con admiración hacia su infinita labor altruista.

Solo en sueños se permitía acostarse con él, balancearse contra su cuerpo y al despertarse sudorosa, agitada y húmeda, un sentimiento de culpa amargo y cruel, le envolvía el alma.

- ¿Qué te pasa?, le preguntó su marido.

- Pienso en el gobierno, me da sofoco cómo está tirando por tierra las buenas costumbres y hasta legaliza el matrimonio entre maricas y reparte preservativos por los colegios. ¡Qué barbaridad!.

Cuando aquel lunes por la mañana, en la soledad del despacho parroquial, le pidió confesarse, sintió el corazón palpitar como en una noria altísima. Se aseguró de que nadie les molestara. Le sintió cerca como siente la ola al mar y la cabeza entera le daba vueltas con una obsesión irrefrenable.

- Le puedo pedir un favor.

- Tú dirás.

- ¡Que sea mi director espiritual!. Usted es un hombre bueno y su consejo me vendrá bien.

A partir de aquel día las confesiones se hicieron más frecuentes, pero siempre los lunes por la mañana, cuando la gente trabajaba y las beatas todavía estaban amaneciendo. El Cura era un ingenuo. Ella le contaba apresuradamente su vida, sus convicciones religiosas, tan poco compartidas por su marido y lo mucho que le costaba últimamente cumplir con sus deberes conyugales, especialmente cuando él pretendía practicar sexo oral o esas técnicas novedosas de la cubana u otras parecidas.

El bueno del Cura empezó a sentirse incómodo en aquella habitación solitaria, pero las lágrimas de la catequista le confundieron y le inquietaron.

- Padre, mi marido no me entiende. Si yo le contara detalles..

- Ven a hablar conmigo cuando lo desees. La sexualidad no es mala, ya sabes que Dios nos ha hecho así, pero bueno, hay límites.. Yo te comprendo, vivimos un momento en que todo parece sexo, hasta aburrir. Ya sabes que en mí no hay otro interés que ayudarte.

- Y en mí tampoco...

Desde entonces la catequista se sintió más desdichada, no porque se hubiera enamorado del Cura, sino porque se sentía culpable de ello y no estaba dispuesta a reconocer sus sentimientos y menos aún a compartirlos con su marido.¡Qué iba a pensar!.

- El mal no está en sentir sino en hacer daño a los demás con nuestro sentir y no atreverse a hablarlo, le dijo otro día el Cura.

Poco a poco el hielo fue creciendo entre marido y mujer. Nunca se arriesgaron a contarse sus sentimientos encontrados, sus vacíos, sus búsquedas y sus frustraciones. El, por su parte, empezó a fijarse en una oficinista con ganas de experimentar después de su fracasado matrimonio.

- Hay algo peor que el engaño, le dijo otro día el Cura paseando por el campo primaveral.

- ¿Cuál?.

- No atreverse a reconocerlo.

- Mira, llevo una temporada agitado y nervioso. Aunque soy un cura sin inexperiencia, no por ello he dejado de sentir, de experimentar. Me atraes, me atrae tu cuerpo, tu figura y siento deseos de saber por mi mismo lo que es eso de hacer el amor, lo que es acariciar unos lindos pechos. Pero no. Estaría engañando a tu marido. Me estaría aprovechando de ti. Y no quiero ninguna de las dos cosas.

- Yo también deseo...

- Quiero ser honesto contigo y con tu marido. Vete a tu casa y si algún día te separas, vuelve, si lo deseas, y veremos entonces qué hacer, pero mientras no, por respeto, por honradez con lo que tantas veces he dicho. A mi me duele esto del celibato, pero más aún la frivolidad y la cobardía.

Ella se marchó y no volvió más. No soportó sentirse descubierta y menos aún que el Cura le dijese que la deseaba, pero que no iba a dejarse llevar por sus locuras. ¡Ella solo quería un amor en secreto, nada más!. Jamás habló con su marido de sus sentimientos y jamás volvió a la Parroquia. Se conformó con los encuentros esporádicos con aquel viejo novio de su juventud, sin compromiso y sin necesidad de desvelar sus miserias. Su marido ya ni siquiera le pedía cumplir. A él le bastaba con la oficinista deseosa de experimentar. “¡Al fin qué más daba un cuerpo que otro y su mujer estaba muy vista y era algo frígida!”, llegó a decir a sus amigotes.

Entre mentiras y cobardías fueron viviendo, malviviendo, creyéndose justos y sanos. Como gente de orden y de buenas costumbres, que jamás apostarían por un divorcio o una separación civil. ¡Si acaso, una nulidad!

El bueno del Cura un día se atrevió a soñar y siguió su sueño, un sueño acompañado y hermoso, que le costó algún disgusto y bastantes problemas económicos, pero vivió en verdad y en honradez, siempre fiel a los dictados de su corazón y a las creencias tanto tiempo expresadas. ¡Porque no puede haber abismo entre el amor y la fe!. Y hasta fue feliz.

ENVIADO POR VALENTIN TURRADO

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