jueves, 23 de julio de 2009

La vida es otra cosa, hijo.

Solía tener cada cosa en su sitio. El orden en su nutrida estantería era llamativo. Su quehacer cotidiano siempre era el mismo. Su forma de pensar también era lógica y ordenada. Los tres sentimientos en los que se cobijaba le daban seguridad y templanza. Sus compañeros de trabajo decían que daba gusto trabajar con él, con esa calma y esa prudencia. ¡En su vida, sin duda, no había tormentas, pero tampoco arco iris!.

Pero un día - ¡para todos hay un día!- un jilguero se posó en su ventana abierta y él se encontró sintiéndose atraído por ese trinar alegre y juguetón. Otro día se despertó a media noche y se puso a escuchar el silencio de la luna y lo encontró extrañamente lleno y atractivo. Cuando su corazón se agitó en el vuelo de la primavera y vio su alma envuelta en un haz de alas de colores, cerró los ojos y escuchó por vez primera sus propios latidos. Cuando su amigo le contó un problema imposible y amargo, él lloró como lloran los desesperanzados que no encuentran una calle por donde tirar. Y sintió las lágrimas frías, cortantes, hondas, como nacidas de un mar interior que acababa de avistar.

Ante tanto cambio se sintió incómodo y nervioso, como si se estuviera encontrando con un ser nuevo y desconocido, un alguien extraño que estaba pidiendo permiso para salir. Su ansiedad le llevó al médico. El par de ansiolíticos y tranquilizantes calmaron su cuerpo, pero su alma quedó intacta.

Poco después fue una carta escrita a mano, más tarde una mirada repetida e insistente, una apuesta de sol, un ¡gracias! y un perdón, un despido inesperado, una pintada en la pared de su casa... No comprendía lo que le estaba pasando en ese cuerpo hasta entonces distante y controlado. Y sintió miedo. Miedo a la locura, al infarto. Y sufrió. Sí, sufrió un entero invierno. ¡Qué largo, Dios, qué largo!.

Fue la mujer del Kiosco, con la que él hablaba sin parar y que estaba surcada por las arrugas del vivir, la que un día le dijo:

- En el castillo en que vivías, como el Príncipe Gotama, no había dolor, es verdad, solo había piedras ordenadas unas encima de otras. Pero la vida es otra cosa, hijo. Es sucesión de estaciones, de estados de ánimo, de aventuras, de tropiezos y de saltos de alegría.. No pretendas quitarle al cielo las estrellas ni a los ojos las lágrimas. Deja libre a tu corazón y permítele volar. ¿Adónde?. No te preocupes, la vida es sabia. Y Dios está en ella.

Y cuanta la historia que aquel hombre empezó a vivir como solo pueden hacerlo los humanos: sufriendo y gozando, atento a la sinfonía de su corazón y respirando cada mañana la vida recién estrenada.

Tomado del libro “Desde el corazón y la esperanza”, Editorial STJ, de Barcelona

Enviado por Valentín Turrado

1 comentario:

Anónimo dijo...

Desde hace tiempo vengo leyendo con asiduidad los cuentos publicados por Valentín Turrado.Quisiera felicitar al autor por la calidad de los mismos y animarle a seguir deleitándonos a todos con sus aportaciones literarias,que sin duda dan un gran realce al Blog.También felicito a los responsables del Blog de la Esperanza porque me hacen pasar pequeños grandes ratos con las cosas que aquí se publican,que son preciosas,amenas y me hacen pensar más de lo que parece.Felicidades a todos