(Relato perteneciente a la colección de relatos telefónicos “Bebiendo lágrimas”
Hacemos constar que es totalmente ficticio y cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia)
Iñaki, ya sé que estás cansado, que el día ha sido duro, intenso y, en ocasiones, hasta oscuro. Si puedes, no te duermas, mientras me desahogo y te desbrozo mi alma. Tú que conoces todos mis rincones y eres quien más me sufres, trata de hacer un esfuerzo. No cierres los ojos, por favor. Hoy ha sido un día significativo y quiero que lo sepas.
Amanecí echa una piltrafa, una especie de escoria abandonada en cualquier vertedero, un destrozo. Ya sé que no es algo nuevo y que te estás acostumbrando verme decaída, apenada y sin arreglar. Conoces los entresijos de mi personalidad por ti, por nuestras frecuentes confidencias y por las charlas del psicoterapeuta y del psiquiatra. ¿Te acuerdas cuando nos dijeron “esta enfermedad va a ser dura para los dos, para el que la padece porque todos los días le parecen feos y para el que la acompaña porque se va a sentir impotente, casi como un inútil al no saber o no poder hacer nada, nada”?. Y así ha sido. Oscura, dura, amarga, cruel. Nos ha dejado a los dos sin apetito para degustarnos, para saborearnos y amarnos. Si no soy yo, las más de las veces, eres tú, desvalido e impotente, el que apaga la luz de la mesita y musita un hasta mañana tímido y desangelado. Serán los antidepresivos y los ansiolíticos que hacen decaer la libido, aunque la nuestra, hablo por mi, hace tiempo que está ausente. Y no es que no te quiera o no valore lo mucho que cada día haces por mi, es que permanezco seca, sin ganas de beber en las aguas del deseo. Ya sé que lo comprendes y agradezco infinito que no fuerces, que no me obligues a insinuar una jaqueca horrible. A mi no me hiere que tú busques tus propios desahogos .
Cuando esta tarde vino la niña a decirme: “mamá, vente con nosotros a ver la cabalgata, que hoy vienen los Reyes Magos”, y yo le contesté: “mi amor, no puedo, estoy enferma, papá te lleva”, ella se quedó llorando y sus lágrimas se confundieron con las mías, me sentí arrasada por un tsunami de penas y tormentos, estaba hablando con el Teléfono de la esperanza, como antes te había sugerido: “necesito hablar con alguien que me escuche y me entienda, alguien que no trate de arreglar mi vida o compadecerse de mi”. El que me escuchaba al otro lado de la línea se conmovió al enlazarse mi pesar con los pesares de la niña. Lo oyó todo. “Te comprendo, se me hace cercano tu dolor grande y hondo”, y calló, calló para yo siguiera llorando y la niña diera su portazo de rabia y gritara su lamento: “mamá no me quiere, mamá no me quiere..”. ¿Cómo hacerla entender a Paula que su mamá si la quiere, pero le faltan fuerzas para vestirse y acompañarla a la fiesta a la ilusión, si ella está rota de desaliento y se muere de ganas por desaparecer?. Para una niña de tres años es incomprensible que su mamá quiera morirse.
Iñaki, abrázame, anda, tengo necesidad de tu consuelo, de tu calor y cobijo. Sí, así me he sentido al hablar con alguien que no me parecía desconocido. Tuve la sensación de que me conocía desde hace años, por la forma suave y tranquila en la que entró en mi vida: “no te importe llorar..., date el tiempo que necesites..., no hables si no deseas hacerlo, que el silencio es poderoso...”, era como si me estuviera acariciando con sus palabras, algo similar a masajes lentos, relajados a través del lenguaje facilitador; que no te parezca mal lo que te digo, en su voz no había flirteo ni guiños para quedarse conmigo, era algo más vivo, interior, sereno, como cuando tú y yo hemos disfrutado contemplando la puesta del sol en la serranía, estando sana y era capaz de vestirme con las sensaciones armoniosas de la naturaleza. Sí, le hablé de ti, de Paula, de vuestro cansancio y sobre todo de mis penas. Le escribí como en un encerado la larga lista de las cosas que me ponían triste y cuando creía que había acabado, me susurró: “¿Hay alguna otra cosa que te impida ser feliz?”. Sin darme cuenta surgió una nueva cascada de frustraciones, desánimos, apatías. Que parece que todo me pone triste y mi mundo está empañado, salpicado por un vendaval de arenas del desierto, que te ciegan los ojos, te oprimen las manos, te agarrotan las articulaciones y tu mundo parece ser inmensamente finito entre la cama y el sofá. Ahogada, ahogada, ese es mi sentimiento más cotidiano; por eso acostumbro a subir un poco la cabeza hacia arriba para tomar aire y lo único que respiro es más ansiedad. Son tantas las cosas que me deprimen que apenas fui capaz de hacer una breve lista de las que me alegran y dan vida. Como si no las hubiera o yo no fuera consciente de ellas. ¡No lo tomes a mal, cariño!
Le desgrané mis visitas al psiquiatra y su diagnóstico negro, pesaroso: “Presenta usted un cuadro de dismorfofobia que consiste en una cierta incapacidad para su apreciar su aspecto físico, agrandando sus defectos reales o inexistentes. Es algo parecido a la anorexia. Necesita un tratamiento que va a durar tiempo”. Cansada del tratamiento, ante la inutilidad de la operación de nariz y la implantación de botox en los labios, decidí recorrer los caminos de la psicoterapia y en ella estoy. Al otro lado del auricular me escuchaban con atención, como con un esmero especial, con las mínimas preguntas; a veces parecía que sin verme dialogaba conmigo a través de la respiración y de breves expresiones, como “ah, si” o “ya” o “um..”, algo simple, pero muy sabroso. No quiero decirte que lo hicieran así porque fuera yo, lo harán con todos, pero yo me sentí que esa tarde el Teléfono de la esperanza era para mi, sin límite de tiempo, y que en aquel momento mi mundo se embebía en una atmósfera de paz, tranquilidad y sosiego.
Bésame, Iñaki, bésame. Sentirme escuchaba, atendida, valorada, comprendida, es algo así como cuando tú me miras con afecto, con ternura y los dos nos sentimos uno, como integrados. No me es fácil explicar la sensación que su voz y sus escasas palabras me han dejado en el pecho. Es como si mi capacidad de respirar se hubiera ampliado y mi ataque de ansiedad se hubiera transformado en un vado de quietud. ¿Sabes que me ha aportado este largo diálogo de casi dos horas?. Saber que puedo estar bien, sentirme bien, calmada, sosegada. Eso, sosegada, como en los versos de Fray Luis de León y sin tener que retirarme del mundanal ruido, yo que soy tan propicia para aislarme y recogerme en mi refugio, donde no estoy expuesta ni soy comparada. Un día dejaré atrás esta depresión que me atolondra, me humilla, me desprecia, me ahoga, como te contaba antes. Vivo arrodillada, pero puedo llegar a vivir de pie, como decía el Che, ¿te acuerdas?
Lo confieso abiertamente, el no haber sacado las oposiciones después de unos cuantos intentos, seguir a mi edad con el trabajo de interina, hoy aquí y mañana allá y pasado vete tú a saber, el desprecio de mis compañeros de profesión porque tú no tiene un trabajo estable como ellos, un trabajo que te posibilita dar dos taconazos en el suelo y abrirte camino con seguridad y entereza, el verme fallos en mi cuerpo por cualquier punto en el que centre mi atención: mis ojos podrían estar más achinados, mis labios ser más carnosos, mi cuello más esbelto y espigado, las cejas más atrevidas, los pechos más llenos y tersos, la barriga más plana y firme... Podría ser más perfecta, una superwoman y sin embargo, estoy como estoy. ¡Ojalá fuera Penélope Cruz y estuviera al frente de una gran bufete de abogados, se me acabarían todos los problemas, porque les obligaría a todos a aplaudirme, reconocerme, tratarme con más respeto, a besar el suelo por donde piso!. Iñaki, él dejó que me explayara y diera a luz todas mis alucinaciones y todos mis delirios - ¡que los hay!- y cuando ya no tenía más ensoñaciones, me insinuó: ¿Si fueras una gran artista o una profesional de reconocido prestigio ya serías feliz?. Me pidió que no contestara, que esperara un poco , dejando un espacio al eco interior y que la respuesta me resonara desde el cuerpo, desde mis propias entrañas. Me salió un NO redondo, claro, gigante, extraño, sorprendente. ¿Entonces...?, me insinuó.
Le hablé de la crisis, de los recortes, de las listas del paro, de las mentiras de los políticos con los que a diario trabajo, de lo duro que es que alguien injustamente te sienta delante de un Juez y te lance acusaciones falsas y trate de destruirte... ¡De tantas cosas!. El, como te digo, no trataba nunca de contradecirme, de convencerme, de juzgarme. Escuchaba y me devolvía lentamente la pelota, sin tratar de darme. No jugábamos a campos medios en la que lo importante es golpear con tu pelota al contrario. Aquí no había contrarios. Los dos jugábamos el mismo juego y con la misma portería: a ganar mi vida. Te cuento esto, porque me sentí importante, porque me desveló que soy valiosa, aunque a mi cara le hayan salido un par de arrugas y mi cuerpo comience lentamente a resquebrajarse, que no es de hoja perenne. ¿Y qué?, me espetó con fuerza, es la belleza de lo imperfecto, de lo caduco, de lo pasajero. La grandeza de lo efímero.
No me resultó agradable contarle que me auto agredía y que tenía varias marcas en mis brazos, punzones de rabia, de tensión, de enojo, sí, de enojo contra mi misma. Me removió expresarle que me maltrato, me obsesiono y me azoto a mi misma. “A veces hacemos cosas que nos dañan y nos clavamos nuestras propias o ajenas espinas”, me dijo, “es importante encauzar la ira, sacarla hacia fuera, gritar, chillar, romper, golpear, sin dañar a nadie”. Y yo, tonta de mi, o lista, vete tú a saber, me desnudé completamente, sin pudor, como cuando lo hago contigo: “he estado a punto varias veces de cortarme las venas y poner punto final a esta historia de rechazo corporal y frustración profesional”. ¿Sabes lo que me dijo, Iñaki?. Que era mi vida y que yo tenía que decidir lo que hacía con ella, la madre que buscaba ser para Paula, la compañera que anhelaba ser para ti y , sobre todo, lo que quería ser para mi misma. Me retó, ¿sabes?. Su tono de voz ascendió en esos momentos y se hizo más asertiva, si cabe: “¿Qué te ha ayudado a salir en otras crisis?. ¿Cuáles son tus claraboyas?. ¿Qué te gustaría ser para Paula, Iñaki, para ti?”. Y me animó con rabia, con furia, con palabras grandes y pequeñas, a aceptarme, a quererme, a abrazarme, a besarme, no con un discurso aprendido, sino con palabras sueltas, distendidas, casi con cierto humor. Aunque te parezca extraño me hizo esas sugerencias porque la que se quiere a si misma y se acepta, quiere y acepta la vida. Yo no he sabido quererme, al contrario, cuando me miro en cualquier superficie que me devuelve la imagen me digo: “eres una mierda, una puta mierda, un horror, un sarpullido”. El me habló entonces de una forma solemne, pausada, con autoridad: nada se puede hacer si no te quieres.
Le pregunté por su nombre, - a él ya le había dicho varias veces el mío- por la próxima vez que le podía llamar, por su turno de atención y los grupos que llevaba. Mejor no, me cortó un poco chocante. Mejor así, llama cuando le necesites, alguien te atenderá y te acogerá. “Si me buscas yo acabaré siendo una necesidad para ti y tú, probablemente, acabes siendo una necesidad para mi y eso ni será bueno para ti ni para mi”. ¿Y si me volvieras a ver y la vida nos ofreciera otro par de horas de encuentro, como por aparente casualidad, me volverías a decir las mismas cosas y a escucharme con la misma intimidad, verdad?.
Todavía resuena su voz en mi corazón: ¿A qué te está invitando todo lo que tu cuerpo está sensando?. ¿Qué te está sugiriendo?. ¿Qué te pide a gritos?.
Iñaki, ¿no te molesta si te digo que le pedí un abrazo de despedida y él me contestó que eso si, que eso si estaba dispuesto a hacerlo y que así estuvimos el tiempo necesario para agradecernos mutuamente nuestras confidencias?. Agradezco que no te enceles y que no te enfades conmigo.
¿Qué te parece si hoy...?. ¿No te has dormido, verdad? ¡No sabes cómo te lo agradezco!
Enero 2012
Valentín Turrado
Voluntario del TE
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