jueves, 13 de agosto de 2009

El alguacil que llegó a Rey

Juan era un alguacil cumplidor. Cada mañana se levantaba temprano para recoger los mensajes que el Rey le dirigiría a sus súbditos. Habría los rollos ordenados por su majestad con devoción y respeto y no acostumbraba a cuestionar sus mandatos. Bajaba del castillo y a media mañana, cuando la gente hacía un descanso en sus tareas para tomar un refrigerio, se colocaba en el centro de la plaza y leía el Bando de su majestad con solemnidad y aplomo. “De parte de nuestro Rey...”.

Los campesinos respetaban y querían mucho al Alguacil. Era raro el día en que , de vuelta al palacio, no trasladaba al Rey alguna necesidad de los campesinos más necesitados. El Rey le consideraba un confidente y a través de él repartía alimentos y atenciones a la gente del Reino.

Para sacar adelante su larga familia, Juan estaba pluriempleado. Por las mañanas de alguacil, por las tardes de barbero y por las noches de prestamista sin usura.

Pero hubo un lunes de otoño que amaneció nublado y frío. El edicto real dejó desconcertado al bueno del Alguacil. El Rey ordenaba aumentar los impuestos porque iba a declarar la guerra al país vecino para ampliar su territorio y su influencia.

-Majestad, la gente está muy achuchada y la guerra va a traer mucho dolor y usted va a dejar de ser querido. A Juan siempre le gustó hablar con sinceridad y libertad a su Majestad.

-Juan, cumple el edicto, fue toda la respuesta.

Aquel día después de la lectura pública en la plaza, el Alguacil no esperó por recado alguno. Todos pudieron comprobar por su tono de voz que Juan estaba en desacuerdo con la orden real. Aquel fue el último día en que Juan ejercicio de Alguacil. A la mañana siguiente no apareció por el palacio. El Rey no se atrevió a castigarlo, por miedo a la rebelión de sus súbditos.

La guerra fue larga y dura, como todas las guerras y sobre todo afectó a los de abajo, como todas las malditas guerras. Los impuestos se hicieron insoportables y la miseria acampó por todo el reinado y con ella el llanto, el luto y la desesperación. ¡Hasta la noche se hizo más negra!.

El rey murió en aquella contienda y no dejó descendencia alguna, ya que era un poco raro y nunca quiso compañera para compartir sus decisiones. En su testamento dejó escrito algo sorprendente: “Mi sucesor será el hombre más sabio del Reino y será elegido por todos mis súbditos”.

La búsqueda no fue fácil. Duró un mes entero encontrar un nuevo Rey. El anciano Antonio fue el que propuso en la Asamblea del Reino el nombre del Alguacil. Así de esta forma extraña, Juan fue aclamado Rey en medio del aplauso general.

Sus primeras palabras fueron una hermosa sorpresa para toda la asamblea: “Primero.- Si queréis que sea vuestro Rey, en señal de confianza en mi persona, declararemos un armisticio con los vecinos y nos haremos sus aliados. La guerra es tan mala como la lepra y deja surcos de odio y de venganza por varias generaciones”.

“Y segundo.- El que tenga alguna queja que hacer que venga directamente al palacio real a exponerla, porque a mí no me gustan los cotilleos de las esquinas, porque crean mal ambiente y nos hacen a todos desconfiados. Así que ni la murmuración ni la calumnia tendrán cabida en mi reinado.

Y tercero y último, que ya se os ve cansados del calor del mediodía,y como yo no soy Rey, tampoco quiero ser llamado así, sino el Vecino mayor del reino, ¿de acuerdo?”.

El reinado de Juan no fue muy largo, pero sí próspero. Más que órdenes le encantaba dirigir al pueblo sus máximas aprendidas a lo largo de su vida. La primera perla de su padre:

Que se escriba en todos los palacios del Reino: “Más vale honra sin barco, que barco sin honra”. Y a cumplirlo.

Otro día que vio que la asamblea del reino se llenaba de bandos representados por distintos caciques, mandó esculpir en la plaza mayor sus letras más sabias: “Lo importante no son los colores sino las personas”.

O aquella otra que puso en todos los establecimientos públicos: “La verdad a la cara”.

Y así muchas, muchas más máximas. Y el pueblo estaba muy contento y feliz, porque Juan no sabía gobernar aprovechándose de los demás, sino atendiéndoles y en algún que otro caso desenmascarando verdades a medidas. Sobre todo era un experto en escuchar. Dejaba hablar largo rato y después se quedaba en silencio, como mudo, y hasta el día siguiente no volvía a hablar, porque decía que los consejos antes de darlos tienen que reposar y serenarse, para no decir tonterías y lo mejor en muchos casos es callar. Y el pueblo se quedaba boquiabierto ante tanta sabiduría. ¡Ni Salomón!.

Cuando empezó a perder facultades el pueblo enseguida se dio cuenta. Un día apareció una pintada en el palacio real: “El vecino mayor está chocho”. El, sin esperar ni una tarde, convocó al pueblo en Asamblea.

“Vecinos, el que escribió con maldad en la pared del palacio “el vecino mayor está chocho”, tiene algo de razón. Me siento torpe y mi cabeza ya no está tan despejada como antes. Presento mi renuncia antes de que empiece a hacer bobadas”.

El pueblo trató de convencerle en balde, creyendo que Juan hablaba por hablar o dolido por la patochada de la pintada, pero no, él no era una veleta y si decía a era a y si decía que se iba era que se iba. Los vecinos bajaron la cabeza en señal de agradecimiento y le hicieron un pasillo en mitad de la asamblea, como se hace a la gente que merece ser recordada.

Juan se retiró con alegría a la cabaña del bosque y aunque tuvo tentaciones a volver a intervenir en la vida pública del Reino, no lo volvió a hacer. Dedicó sus últimos cinco años a escuchar la sabiduría de la naturaleza y a familiarizarse con las cosas que no se ven ni aparecen, como han hecho los muchos sabios que en este mundo ha habido, que diría Fray Luis de León.

Tomado del libro “Desde el corazón y la esperanza”, Editorial STJ, de Barcelona

Enviado por Valentín Turrado

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