jueves, 6 de agosto de 2009

Como un perro lamiendo sus recuerdos

Dejó los frailes el día en que una mujer envolvió su cuerpo y su alma en una nube amorosa hasta entonces desconocida . Fue algo irresistible para aquel religioso acostumbrado a los libros y a las leyes, a los reglamentos y a las constituciones.

Su madre hacía años que había muerto de amores por el hijo que en la flor y en la esperanza de la vida Dios se lo llevó cuando iba a ordenarse sacerdote y a resolver una dura y pobre situación familiar. Desde mucho antes su hermana fue su única madre. Su padre, un hombre valioso, pero duro y frío, como su trabajo en el monte recogiendo resina en total soledad.

Cuando vio a aquella mujer tendida en la cama del hospital se sintió como un ciego que una mañana amanece viendo.

Dejó los estudios, los cargos importantes de la orden religiosa, tantas cosas hechas y acomodadas y se encontró en la calle, como un perro solitario, mendigando un trabajo en la oficina de la esquina.

Ella fue el imán de su vida. El se dejó llevar, confiando en la remera de su barca, disfrutando del sol y del viaje.

La suerte, y Dios en ella, le colocó en las más altas esferas de la finanzas del país, donde los números se cuentan por millones y los amigos por alianzas interesadas del mercado.

Pero él tuvo siempre su vado, su jardín privado, su pequeño cielo: el mundo que ella le ofrecía. Cuando la conoció era ya demasiado mayor para darle también descendencia.

Ella le enseñó a vestir, a saludar, a tratar con elegancia, lo que hoy se llaman habilidades sociales puras y duras, desde el día en que se dijeron un “sí total” en la Ermita del Buen suceso.

Por ella hizo todo cuanto un ser humano puede hacer por otro: trabajó, viajó, renunció a los más importantes ascensos laborales por una jubilación anticipada que le permitía vivir la vida entera solo para ella: sus deseos, grandezas y miserias.

Se olvidó de los demás, de todos los demás, salvo del radio de relaciones y afectos de ella.

Durante años fueron Romeo y Julieta, el más puro amor romántico, el más bellamente imaginado por los poetas del siglo XIX.

El se fundió en ella, como si de cobre se tratara.

En una siesta de mediados de mayo, ella se fue, con su cáncer pulmonar, en esa barca siempre prematura para el corazón humano. El se quiso ir con ella a la otra orilla, pero no pudo. No había sitio .

Se desmoronó, como un castillo de barro, aún sin fraguar y sin cocer.

Y se volvió niño, un niño desamparado, desprotegido, un niño de teta sin pecho donde acudir, salvo su bendita y siempre atenta hermana, pero eso le era insuficiente.

Los mil días siguientes se los pasó llamándola, gritando su nombre y su presencia en aquel chalet construido en el pueblo de su infancia. Sus gritos desgarradores se convirtieron en lamentos, sus lamentos con el paso del tiempo en quejidos de las tripas, y la angustia en oraciones. Su buena hermana le insistía en acudir a un experto del duelo y del alma:

- ¿Me la va a devolver?, era toda su respuesta.

Se le veía envuelto en una pena que él entendía como amor y fidelidad y de la que por nada del mundo quería salir.

-¡Qué no se me olvide tu rostro!, murmuraba en las largas e infinitas noches de insomnio, mientras se tragaba hasta sus mocos de su alma abandonada.

Las palabras de consuelo de su gente querida las sentía huecas, más vacías que el interior de su anillo de viudo, y faltas de respeto a su gran amor y a su angustiada memoria.

Al finalizar el tercer año de aquel Getsemaní amargo y oscuro, se enfundó unas botas de goma, cargó a sus espaldas un rastrillo, una hoz y una azada y comenzó a desbrozar los caminos del pueblo que partían de su casa. Cortó, solo Dios sabe, cuántas malas hierbas, recogió basura abandonada, podó ramas de pinos resineros viejos y desbrozó las sendas que hasta hace pocos años eran de todos y ahora estaban perdidas. Sudó como un aldeano suda y con cada golpe se fue sintiendo mejor y viendo renacer en él una energía escondida en el hondón triste de su ser.

Dedicaba sus mañanas a desbrozar senderos de labor y las tardes a leer, cuidar su jardín y hablar con la gente del lugar en los seranos de cada noche. Algunos le apodaron “el abogadillo”. Otros se sorprendieron de que un hombre de tan alta posición social hiciera aquellos trabajos tan humildes y pesados.

Una tarde del mes de julio, después de disfrutar de una larga ducha, desempañó el cristal del espejo con la palma de su mano y se desveló, descubrió su rostro, claro, verdadero, distinto al de su Amada y sintió esa paz que solo se siente en la vida en algunos momentos estelares. Se vio acompañado de una alegría dulce y serena, como un manantial de agua cristalina. Como jamás lo había experimentado.

El decía que era el regalo de su Amada desde el cielo ante tantas súplicas dirigidas a lo Alto.

Desde entonces fue él. Se encontró consigo mismo, descubrió su nombre y su persona escrito en el desbroce de cada rama, de cada piedra del camino, como un golpe necesario, para seguir caminando. Al fin dejó de lamer sus recuerdos como un perro atolondrado.

Faltaría a la verdad si no dijera que nunca dejó de sentirse el sol de una luna huidiza y deseada.

Tomado del libro “Desde el corazón y la esperanza”, Editorial STJ, de Barcelona

Enviado por Valentín Turrado

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