lunes, 5 de abril de 2010

Confesiones de María de Magdala a María, la de Jesús

 

Me he pasado la tarde en casa de María. Estábamos solas. El ambiente creado en torno al fuego fue propicio para abrir el corazón y la lengua. Nunca había hablado con ella como hoy. Tenía la sensación de que siempre me había mirado de una forma algo confusa para mí, como distante. No sabía si estaba enfadada, rabiosa o simplemente pensativa. Albergaba ansiedad por aclarar algunas cosas y de decirle lo que sentía como mi verdad. Ya sé que las habladurías han sido muchas, incluso entre gente de bien. ¡Hasta en el propio grupo que desde hace años formábamos en torno al Nazareno han corrido las murmuraciones..!.

Ella me dijo que le echaba mucho de menos, que desde que lo mataron su vida ya no era la misma y que sentía con frecuencia una angustia que la ahogaba por dentro, y que no la dejaba respirar. Que sí, que reconocía que algo en sus tripas le decía que estaba vivo, como que la muerte no había sido definitiva, pero que a veces su razón se ofuscaba y le invadía el miedo, esa sensación amarga y difícilmente explicable que da la ausencia, la distancia y el abandono. Y que muchas noches se despertaba envuelta en sudor, llamándole, susurrándole: “Hijo, dime que es verdad lo que siento, dímelo”.

Me alegró oír sus sentimientos, sus dudas, sus certezas siempre pasajeras.

Cuando empezó a hablar sus palabras se atragantaron con mis mocos y las dos hicimos silencio, un silencio largo, hondo, como lleno de alguien, como lleno de El. Desde mis tripas le dije que había tenido dudas de ella, dudas de su mirada, dudas de su cariño. Me atreví a preguntarle si sus pocas palabras hacia mí eran de afecto callado o de desprecio, de rechazo, que si se había creído los muchos rumores que circularon en el grupo sobre mí y sobre su Hijo.

María, la madre, me confesó que hubo un tiempo en que sí, en que dudó, en que no veía claro mis intenciones, mis deseos y que sintió zozobra de que una mujer experimentada como yo, de vuelta ya de tantas cosas, lo embaucara, lo envolviera en otra historia distinta de la que El quería. “Incluso llegué a hablar con El y no me contestó, simplemente dejó caer aquella máxima antigua que nuestros padres nos recitaban: “que saben los rufianes de lo hay en el corazón de los hombres bondadosos”. “En varias ocasiones quise hablar contigo, - insistió- pero temí tu verbo fácil, temí tu arranque de ira y preferí quedarme con mis miedos”.

En aquel instante me vomitó su temor como una arcada inevitable: “¿le amabas?, ¿le amas aún?, porque qué las bobadas que se han dicho y se dirán a lo largo de los próximos siglos..”.

El corazón se me hizo un volcán encendido, lleno de lava dispuesta a emerger. Era una bobada ocultarlo. Además deseaba sincerarme.

“Mira, como sabes, antes de conocerle tuve a muchos hombres calentando las noches frías de invierno y buscando mi caricia fresca en la época de estío, pero aquello no era amor, aquello era deseo, aquello era necesidad de vivir. El amor al conocerle me di cuenta que era otra cosa, otro sentimiento, otra locura, otro sueño, otra pasión. Cuando el primer día de la semana del mes de las Tiendas, a media mañana, se acercó al lavadero del pueblo, donde yo estaba frotando la suciedad de mi túnica, y provocó mi atención como un zumbido de abeja agradable y me llamó por mi nombre, sin explicarme cómo sabía mi nombre, me sentí envuelta en una sensación nueva, extraña para mí, como si me conociera desde siempre, como si se hubiera adentrado en mi alma de mujer de repente, de golpe y me hubiera dicho “quiero quedarme en tu casa, en tu vida, en tu historia, en tu cuerpo entero”. Al ver cómo se acercaba y que mis tiernas temblaban y mis mejillas estaban rojas de rubor, El se dio cuenta y trató de tranquilizarme; yo estaba revuelta, insegura, asombrada de mi misma. “Quiero estar contigo”, fueron sus palabras, como una declaración adolescente de afecto. Camino de casa le conté mi historia pública de ramera, de mujer embarrada, y le dije que yo no sabía hacer otra cosa. El callaba y yo mirándole no dejaba de suspirar, hasta que las lágrimas provocaron en mi un torrente imparable de miedos, de extrañezas, de dolor, de alivio. Al tomarme por los hombros yo me agarré a El como un náufrago a un madero salvavidas y me vi transportaba a no se qué mundo de ilusión y de ternura. Cuando desperté ya en casa, El estaba a mi lado. Le noté tan cerca como jamás había notado cerca a ningún hombre.

Me dijo entonces cosas muy lindas para una mujer con mi pasado. Deseé que mi vida acabara allí, en aquella locura y morirme a su lado.

Ni una palabra de reproche ni un gesto de frialdad.

Quiero que sepas, María, que fue El quien se acercó primero y después fui yo el que quería estar de continuo con El”.

María, la madre, sacó todas sus dudas y yo se lo agradecí. “Tenía miedo que lo apartaras de su camino, de su guión de vida y que le hicieras uno más o que El se colgara de ti como si tú fueras toda su vida”, me dijo.

“Pero no fue así, le respondí. Jamás lo pretendí. Jamás deseé apartarlo de su misión, de su tarea, de la voluntad del Padre, que El decía.

Pero te engañaría si no te dijera que quedé tocada por El.

Me enamoré como me imagino que le pasó a tantas mujeres que le conocieron.

También me sentí muy amada y correspondida. ”.

“¿Quisiste formar una familia con El?”, me preguntó con total claridad.

“Ya sé que a algunos le costará entender mis sentimientos, pero los sentimientos no se razonan, se tienen o no y los míos, te aseguro, que fueron totales, plenos, abarcaban toda su persona, toda mi persona.

Yo no sé sentir de otra forma.

Le amé como mujer, le amé como amiga, le amé como hermana, le amé como si de un familiar se tratara, y le amé con todos esos amores juntos y todos los que puedas imaginar.

Me da igual lo que diga la gente o las calumnias que circulen sobre mí. He comprendido que el amor no hace distingos, que se apodera de ti, te invade como una nube y no quieres salir de ahí y aunque quieras tampoco puedes.

Mi amor tampoco tenía envidia ni sentía rencor ni era celoso, transcendía nuestros cuerpos, ni si quiera pretendía poseerlo.

Solo quien haya sentido ese amor grande como un arco iris maravilloso podrá entenderlo. Los demás lo ensuciaran, lo manipularán, lo desvirtuarán”.

Mis palabras corrían libres y sin ninguna pereza.

“¿Y qué pasaba cuándo se iba de tu lado?. ¿Y cuándo le asesinaron?”, continuó preguntando María, la madre.

“Su ausencia se me hacía dura. Espero que no te extrañe si te digo que desde que le conocí nada deseaba con más intensidad que tenerle cerca, que sentir su aroma junto a mi y su calor y su ternura.

No te desvelo nada si te digo que era un hombre muy cariñoso, pródigo en afectos y caricias.

La nostalgia de sus despedidas se me hacía como un desierto árido e inhóspito, más grande que el Negueb, pero nunca le pedí que no se fuera, que yo conformara toda su vida.

El día que le mataron, estando a tu lado junto a la cruz maldita que levantaron los romanos, le pedí al Padre del cielo que me mataran con El, que me crucificaran con El, que yo no quería vivir sin El, porque iba a ser insoportable.

¡Qué largos se me hicieron los tres días que siguieron a su asesinato..!.

No me puedo olvidar de esa mirada que nos tendió a las dos desde la cruz, llena de amor, de enamoramiento, de afecto infinito, de cielo!”.

“¿Y ahora qué sientes?”, fue su última pregunta.

“Desde que El se hizo el encontradizo no pude continuar mi oficio.

El no me pidió que lo dejara, pero yo fui incapaz de abrazar a más hombres, incapaz saciar apetitos ajenos, porque mis deseos se hicieron luminosos, como estrellas incapaces de vivir desde el barro de la tierra.

Cuando estoy sola y su recuerdo se me viene encima como la noche cada día, le siento, María, le siento tan dentro de mi, que no me atrevo ni a decirlo. ¡Es como hacer el amor con Alguien maravilloso desde el alma entera!. Me basta cerrar los ojos y verle ahí, como un latido de mi corazón, como un suspiro de mi alma.

A veces me pellizco y me digo si lo mío no será una alucinación, pero esa paz que me provoca, esa dicha de me inunda, esa armonía silenciosa, me dice que es verdad, que es El, que me posee, que me desborda.

¡Que vive en mis sueños, en mis ojos, en mis manos, en mis palabras, en mi sexo, en los versos que desde hace tiempo me gusta escribir!.

Pensarás que estoy loca y yo creo que sí, que estoy loca de amor.

Amor declarado. Amor entregado. Amor sin sexo pero de carne y hueso. Amor aquí y ahora, pero que va más allá del tiempo y del espacio.

Hoy su cercanía es más fuerte que su ausencia. Cuando al tercer día fuimos al sepulcro y lo encontramos vacío, mi corazón me gritó por dentro: “Es verdad, lo que decía es verdad, lo que me amó y me ama es verdad, su ternura con todos y con todas también es verdad y es verdad su vida, su utopía, su Padre también es verdad y es verdad también el reino de la dicha y del encuentro”.

Daría por El cuánto me pidiera: mi cuerpo, mi alma. Mi cielo, mi infierno. Todo por El, porque El me hizo sentir una joya, una persona inmensamente valiosa y una mujer amada y amante”.

Desde aquel día las dos Marías se sintieron unidas como nunca, con la sensación de que sus vidas eran regadas por la misma agua y discurrían por el mismo surco. Volaron los mismos cielos, con las mismas alas, con los mismos amores, inconfesados, inconfesables.

 

Enviado por Valentín Turrado.

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